Editorial El Comercio

, al que le gusta presumir de ser el ‘número uno’ o ‘el único’ en varios aspectos, ahora puede añadir un nuevo hito en su hoja de vida. La semana pasada se convirtió en el primer expresidente de (un cargo que han ocupado otras 45 personas a lo largo de más de dos siglos) en ser imputado. Es cierto que, antes que él, otros fueron objeto de graves señalamientos por los que en su momento tuvieron que enfrentar juicios políticos (como y ) y uno más fue arrestado por la policía y llegó a recibir una multa (Ulysses Grant, en 1872, por excederse en el límite de velocidad al conducir su carreta tirada por caballos), pero nunca en la historia un exmandatario del país norteamericano había sido acusado formalmente por un rosario de cargos… hasta que llegó Trump.

Esta semana el republicano acudió a la corte de Manhattan para escuchar en su contra. Él se declaró inocente de todos ellos. Los detalles del caso son complejos, pero, en resumidas cuentas, a Trump se le atribuye haber falsificado información correspondiente a desembolsos que realizó durante la campaña del 2016 –que, a la postre, lo llevaría a la Casa Blanca– para pagarle a tres personas que tenían información que podía afectar sus intereses electorales. Como han recordado algunos juristas estadounidenses en los últimos días, la legislación del país no prohíbe comprar el silencio de una persona; sí penaliza, en cambio, maquillar documentos para hacer pasar dichas operaciones como gastos de campaña. Y esto es lo que, en última instancia, el fiscal a cargo del caso, , le atribuye a Trump.

Según la acusación, el magnate habría desembolsado US$30.000 para que Dino Sajudin, portero de uno de los negocios de Trump, no revelase información sobre un supuesto hijo extramatrimonial suyo. También les habría pagado US$150.000 y US$130.000, respectivamente, para que no contasen que habían mantenido relaciones sexuales con Trump en la década de los 2000.

Más allá de cómo termine este proceso, hay varias lecciones que se pueden extraer de él. El primero de ellos es el más evidente. Es, ante todo, un síntoma de la buena salud de las instituciones estadounidenses que han demostrado que ni siquiera un expresidente de la mayor democracia del mundo puede salvarse del brazo de la ley. Pero también el caso permite examinar la catadura moral de Trump, un político que, además, se encuentra en la mira de las autoridades por otras causas muchísimo más graves que eventualmente podrían tomar el mismo derrotero que este; entre ellas, las relacionadas con del 2021 (alentada por Trump para evitar que el Senado estadounidense ratificara la elección de como su sucesor), la que lo investiga por haber presionado a las para que le ‘encontrasen’ votos a su favor en los comicios del 2020, y la que le atribuye haberse llevado a su residencia privada de Florida luego de dejar el cargo.

Esto último es relevante porque, salvando la investigación por los sucesos del 6 de enero del 2021 (la única que el consenso jurídico estadounidense considera que podría frustrar sus aspiraciones presidenciales), ninguna otra investigación podría privarlo de disputar las elecciones del 2024 para las que el empresario ya se encuentra formalmente en campaña. Y, si la ley no puede impedirle el paso, recaerá sobre la ciudadanía estadounidense la responsabilidad de no repetir una presidencia como la de Trump que, aparte de lo caótica que llegó a ser, le demostró al mundo todo aquello de lo que es capaz con tal de aferrarse al cargo.

Por ello la imputación al expresidente es tan relevante. No solo por sus connotaciones históricas, por la mirada que nos obliga a dar hacia el pasado, sino principalmente por las implicancias que puede tener para el futuro, ese que está a la vuelta de la esquina y que podría volver a colocar a Donald Trump en un cargo al que nunca debió de haber llegado.

Editorial de El Comercio

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