Ya hay bastante diagnóstico adjetivo: la democracia se vacía, defrauda, desafecta, erosiona, despide olor a muerta. Estamos ante teorías del fin de la democracia que, en lugar de aliviarnos del susto con alguna esperanza, nos describen dos formas de patear el balde: o el autoritarismo de izquierda o derecha, a lo Venezuela, Cuba, Nicaragua o El Salvador, o el pacto de varias pequeñas cabezas corruptas, a lo Guatemala.
Esta segunda ruta es la que el contundente ensayo de Alberto Vergara y Aarón Quiñón, “¿De Guatemala a GuatePerú? O cómo mueren las democracias sin dictador” (“Foreign Affairs”, Vol. 23 N° 3, julio-setiembre 2023), advierte que podría ser la peruana. No es un pronóstico, es una alerta. En Guatemala, bajo el enclenque gobierno de Alejandro Giammattei, hay un “pacto de corruptos”, así bautizado por la opinión pública, que ha arrasado a las instancias que combatían la corrupción, inhabilitado a partidos de oposición y callado o criminalizado a periodistas críticos.
Los autores, con honestidad y gran capacidad de síntesis, dan similar importancia a las semejanzas y a las diferencias. Entre las primeras, encuentran que en el Perú tenemos similar debilidad de poderes con múltiples congresistas y autoridades representando a pequeños grupos (incluyendo mafias) que intentan horadar la capacidad regulatoria del Estado. La relativa armonía entre el Congreso y el Ejecutivo parece confirmar la alerta. Las diferencias están en que hay instituciones que resisten y hay condiciones para hacer elecciones limpias y ejercer la libertad de prensa.
Dejando de lado las ominosas comparaciones nacionales a la baja, cabría preguntarse qué funciona en estos pactos corruptos que convenga aislar para bien. Y cómo hacer los ajustes al sistema democrático para representar al gran país informal que nos desborda. Pero eso escapa a esta insignificante columna. Quiero acabar con una anécdota sobre la frase que irrita a los guatemaltecos. El 3 de junio del 2004, El Comercio publicó una carta de la embajadora de Guatemala, María Aguja, quien, luego de lisonjas para el Perú, dijo: “Agradecería que su órgano de prensa, cuando se refiera a mi país, lo haga por su nombre y no empleando un derivado en la lógica del idioma castellano: ‘guatepeor’, que suena despectivo y que no corresponde con la raíz etimológica del vocablo ‘Guatemala’”.
En el 2004, una de mis misiones en este Diario era responder cartas complicadas. Le respondí a la embajadora que la frase es un mero juego de sílabas que se usaba en varios países y, a modo de consuelo, le dije que aquí “a veces se usa, con humor, para dar a entender que Guatemala es Guatemala y el Perú es Guatepeor”. El recuerdo de la señora Aguja me hizo desterrar esa frase hasta hoy, que Vergara y Quiñón nos lanzan una alerta que, además de enfrentarnos en espejos deformados, debe servir para imaginar salidas comunes.