Esta es una de las coyunturas más graves para la educación. Nunca hemos enfrentado un doble shock: un cierre prolongado de las escuelas como parte de la lucha contra la pandemia y la recesión más grave de la historia, con graves consecuencias sobre los presupuestos públicos y familiares (justo cuando se necesitan más recursos para recuperar el tiempo perdido). En el Perú, 8 millones de estudiantes se fueron a sus casas. En el mundo, 1.600 millones. Un séptimo de la humanidad. Escuelas vacías. Universidades desiertas. Incertidumbre sobre el futuro y sobre el presente. Salir de esta crisis no va a ser sencillo. Va a requerir de mucho esfuerzo y mucha madurez social y política.
Sería ya un gran alivio poder regresar a las escuelas como era antes con sus virtudes y defectos. Pero difícilmente vamos a regresar a la realidad que dejamos en marzo. Para empezar, el regreso va a ser gradual e incierto, y durante un buen tiempo vamos a aprender a convivir con la crisis sanitaria más que resolverla completamente.
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Durante estos meses de dura adaptación, la gran mayoría de países, incluyendo al Perú, han realizado esfuerzos inmensos por mantener algún tipo de servicio educativo. En un gigantesco y fortuito experimento global, se ha expandido el uso de herramientas y recursos digitales en línea, se ha resucitado a la TV y la radio para transmitir contenidos educativos, se han utilizado mensajes de texto para que los maestros se comuniquen con los alumnos a través de smartphones. El uso de múltiples plataformas ha sido crítico, porque si el aprendizaje remoto se hubiera limitado a herramientas digitales a través de Internet, se hubiera llegado solo al 10% de estudiantes en los países más pobres y al 50% en los países de ingreso medio (como el Perú).
Difícilmente esto va a ser suficiente para compensar la ausencia de la experiencia de vida que es la escuela (o la universidad). Habrá pérdidas en el aprendizaje. Y van a ser trágicamente desiguales: muy pequeñas para la niña con acceso a Internet, una escuela organizada que pudo hacer clases online, que tiene libros en el hogar y padres que la ayudan. Y muy grandes para aquel niño en el campo que tiene que caminar horas para lograr señal en una radio.
Pero estos cambios llegaron para quedarse. La escuela que se viene va a tener que ser más resiliente, es decir, la educación deberá continuar, en cualquier lugar, en cualquier momento. Va a tener que adaptarse más fácilmente a las necesidades pedagógicas de cada niño. Cada niño tiene distintas velocidades de aprendizaje, distintas formas de entender los conceptos. Esto va a requerir del uso de más herramientas tecnológicas, en la escuela y en el hogar. No para reemplazar al maestro, sino para potenciar su trabajo. Mayor efectividad que requiere una inversión muy grande y compleja en el adecuado reclutamiento y formación de los maestros y directores. Maestros capaces de ser mentores y facilitadores, de ayudar a los chicos a ser más creativos e inquisitivos, de ayudarlos a poder distinguir la verdad de la patraña. El futuro demandará lograr un balance adecuado entre la tecnología y el factor humano.
La escuela que se viene va a requerir invertir más en apoyar a los padres de familia, quienes en esta pandemia han aprendido que, lo quieran o no, son protagonistas centrales de la educación y del futuro de sus hijos. Va a requerir asegurar que los niños y jóvenes logren conectarse al mundo a través de un smartphone, pero también a través de un libro.
Y el reto colosal es que esta escuela del futuro, del futuro de hoy, es para todos los chicos del país, no para algunos con suerte. Esto es difícil, pero no es imposible. ¿Eso se hace en medio de una guerra como la que estamos viviendo? Difícil, pero el Education Act que estableció la gratuidad de la enseñanza secundaria en Gran Bretaña se aprobó en enero de 1944, meses antes del desembarco en Normandía, si es que queremos un paralelo con una guerra (la guerra estaba lejos de ser ganada y Churchill decidió que había que gastar más en educación gratuita). Esto es difícil, pero es justo e indispensable. El contrafactual es perder una generación. Y esta es la generación que va a pagar las deudas en que estamos incurriendo para financiar la lucha contra la pandemia.
En el 2014, en estas páginas escribí que “la educación en el Perú puede y va a ser excelente”. Lo sigo creyendo. Solo requiere un compromiso real. Un genuino interés de todo los que están en la política y en la política pública de definir sus acciones en función del bienestar de los estudiantes peruanos. Esto es factible. Yo lo he visto. Lo he visto en los ojos y en las acciones de cientos de jóvenes con los que he trabajado y que he conocido, comprometidos con el servicio público. Y miles más que no conozco. Pero que tienen un genuino deseo de construir un país y que sienten que pueden hacer algo por la educación de su gente. Depende de ellos, y de que los dejemos a ellos trabajar.
Radiografía de la educación en el Perú
1. El gasto por alumno en las escuelas públicas aún es bajo.
Con un gasto de aproximadamente US$1.200 por alumno en la educación básica peruana al año, la cifra es aún muchísimo menor que los US$8.000 que gastan los países de la OCDE en promedio.
2. El país ha avanzado en la prueba PISA, pero el camino es largo.
El Perú ocupó el puesto 64 entre 77 países en la prueba PISA 2018. Si bien los resultados aún son bajos, se trata de una mejora desde la prueba del 2012, en que el país ocupó la última ubicación entre 66 naciones.
3. La Ley Universitaria avanza en la mejora de la educación.
La Sunedu ha denegado el licenciamiento a 46 universidades y 2 escuelas de posgrado. Mientras tanto, 94 instituciones han logrado obtener una licencia de funcionamiento para ofrecer el servicio de educación superior universitaria.”En el Perú, 8 millones de estudiantes se fueron a sus casas. En el mundo, 1.600 millones. Un séptimo de la humanidad”.
(*) Jaime Saavedra es Director global de educación del Banco Mundial.