Bajar del segundo al primer piso, abrir la puerta, recoger los víveres y enseres que sus amigos y familiares le dejan, subir otra vez al segundo piso. Hasta hace pocos días, un acto tan cotidiano como ese significaba para Daniel un esfuerzo doloroso, extenuante. Deprimente. El aire apenas llegaba a los pulmones, y el que llegaba no alcanzaba siquiera para una bocanada. Las piernas no respondían, los brazos no se levantaban. “Esta enfermedad es así, te exige paciencia. Tú crees que estás bien, pero no lo estás. Si no lo asumes, te decaes”, dice ahora con la voz seca desde una habitación de la casa de Iquitos que ocupa luego de haber sido dado de alta. Sobrevivió al coronavirus, pero no puede evadir los estragos que causa (no solo) en el cuerpo.
Daniel Carbajal, nacido en Iquitos hace 35 años, es un respetado periodista que colabora con El Comercio desde el 2016. Desde el inicio de la pandemia, él siguió de cerca el avance del COVID-19 en Loreto, cuando todavía no se vivía la desoladora crisis sanitaria que soporta esa región ahora.
Los tiempos han cambiado. Muy rápido. A fines de febrero, Carbajal publicó en la edición web de este Diario un reportaje sobre el alarmante incremento de los casos de dengue en Loreto, que ya había cobrado la vida de ocho personas en el año. Una de sus fuentes, un médico del Hospital de Apoyo de Iquitos, le informó que cada día atendían a 100 o 150 niños y adultos que llegaban con fiebres altas y escalofríos. La foto que ilustra la nota muestra una situación ahora inimaginable: decenas de personas sin mascarilla, guantes ni pánico haciendo una fila, muy juntos unos de otros, esperando ser atendidos en ese hospital.
Unos días después, envió un reporte sobre cómo se vivieron las primeras horas después de que el Ejecutivo decretara el estado de emergencia y dictara una orden de aislamiento obligatorio. Los iquiteños cumplían a medias. Algunos mercados atendían, lo mismo varios restaurantes y bares, había turistas, Iquitos mantenía el inconfundible tráfico de sus avenidas. “Nadie dijo nada acerca de los vehículos trimóviles, y nosotros no llevamos a demasiadas personas, solo tres ingresan para desplazarlos de un lugar a otro”, le dijo a Carbajal un mototaxista mientras acomodaba pasajeros en el asiento. Otra escena ahora imposible.
Hasta el 17 de marzo había solo un caso confirmado de coronavirus en Loreto: se trataba de un trabajador de un albergue turístico que tuvo contacto con visitantes europeos y orientales, quienes lo contagiaron. Al día siguiente, el Gobierno Regional de Loreto dijo que los casos eran 10, pues el paciente cero había transmitido el virus a toda su familia. El número volvió a dispararse cuando se detectó el virus en un médico que se desplazaba en las ambulancias del Servicio de Atención Médica de Urgencia (SAMU) sin contar con los equipos de bioseguridad necesarios. Él, a su vez, contagió a sus familiares.
Han transcurrido dos meses desde entonces, una larga pesadilla. Hoy los infectados en Loreto son más de 2.800 y por lo menos 250 han muerto. Los hospitales han colapsado: los pacientes contagiaron a los médicos, los médicos a sus familias. Apenas hay oxígeno para tantos casos graves. La logística sanitaria está desbordada y es muy probable que el número de fallecidos sea mayor. Tampoco se sabe, entonces, cuántos han sobrevivido. Desde la casa de dos pisos donde permanece aislado, Daniel Carbajal sigue las noticias por radio, por internet, por WhatsApp. Según su estadística personal, en Loreto es más fácil morir que ganarle al virus.
-LA MUERTE ALREDEDOR-
“Salía de mi casa solamente para algunas comisiones. Me protegía mucho: mascarilla, guantes, con gorro, pero no tenía lentes. Cuando regresaba me quitaba la ropa, todo a una bolsa. De ahí lo lavaba. Me bañaba, me echaba alcohol”, cuenta Daniel, repasando en la memoria los posibles lugares donde pudo haberse contagiado. “A veces también hacía las compras en el supermercado o el mercado”, recuerda.
Se refiere al mercado Belén, el más conocido de la ciudad. Días atrás, brigadas del Ministerio de Salud tomaron pruebas rápidas a los comerciantes de ese mercado. “En el mercado de Belén, de la muestra que se tomó, prácticamente el 100% estaba contaminado”, dijo el presidente Martín Vizcarra al mediodía siguiente. El mercado fue desalojado.
“Empecé con fiebre. Tuve una gripe fuerte, pensé que era parte del virus. También podía ser dengue porque había zancudos. Mandé a fumigar mi casa. Seguía sintiendo molestias, pensaba que era una alergia. Le conté a mi hermano, y él me dijo hiciera lo de siempre: ampollas de Metamizol, Dexametasona, Clorfenamina...”, dice.
Su hermano menor, Rodrigo, es médico y en aquellos días, a fines de abril, estaba todavía en Lima. Había viajado a la capital un tiempo atrás para especializarse. Quiere ser cardiólogo. Le aconsejó a Daniel que se hiciera un hemograma, que le midieran la obturación. A través del teléfono, Rodrigo empezaba a imaginar lo peor. También a través del teléfono, recibió una llamada del Ministerio de Salud: estaban reclutando médicos de la capital para llevarlos a Loreto y reforzar el trabajo en Iquitos. Él aceptó y abrió una mochila para meter un poco de ropa y pocas horas después estaba en la pista de aterrizaje del Grupo Aéreo 8, en el Callao, junto a otros 20 médicos y el Ministro de Salud, Víctor Zamora, esperando que el Antonov del Ejército encendiera sus motores.
Era el 25 de abril, un sábado. En Lima, en la redacción de El Comercio, los periodistas intentaban comunicarse con Daniel, pero este no respondía. Nadie sabía nada todavía. Aquel día, Carbajal fue a una clínica, pero al verlo con fiebre no lo dejaron entrar: era un caso sospechoso de coronavirus, debía ir al hospital. Fue entonces en el hospital donde le hicieron un triaje, pero le dijeron que regrese a su casa y que irían a hacerle las pruebas de descarte del virus. Jamás llegaron para evaluarlo. Fue entonces a otra clínica, a otro hospital, otra vez a una clínica… un doctor llegó a decirle que solo estaba padeciendo un ataque de ansiedad y que por eso no podía respirar. “Yo ya no podía dar ni un paso”, dice ahora. Su madre, trabajadora durante más de 30 años en la parte administrativa de Essalud, intentaba conseguir alguna ayuda, un balón de oxígeno, una cama hospitalaria. Su hijo se moría. A esa misma hora despegó el Antonov en Lima.
Daniel y Rodrigo se encontraron en el hospital: uno desfallecía mientras esperaba ser atendido, el otro debía presentarse para empezar a trabajar. Se abrazaron, se emocionaron, se dijeron cosas, algunas muy personales, otras más técnicas: “He visto tu tomografía. Tus pulmones están bien comprometidos. Necesito tu fortaleza, yo veré la parte médica”, le dijo Rodrigo. Ese mismo día, Daniel fue internado en muy mal estado. Primero escribió por chat a sus compañeros en El Comercio. Después hubo un largo silencio.
-CONTRA EL TIEMPO-
“Vamos con todo. ¿Estás de acuerdo?”, le preguntó Rodrigo a Daniel, que estaba echado boca abajo. Le iban a aplicar medicinas muy fuertes, aun sabiendo que el tiempo jugaba en contra y que el riesgo de muerte era permanente. Daniel aceptó. En los dos días siguientes, entendió que su salud estaba realmente comprometida por lo que sentía, por lo que escuchaba y por lo que veía. “Vi a personas, médicos y pacientes con el virus. Fallecían personas a mi alrededor. Tíos de médicos o mamás de enfermeras morían por la misma enfermedad. Les tapaban con sábanas y les dejaban dos o tres horas, luego se los llevaban. Yo hacía como que no veía nada para mantenerme fuerte. He visto más de 10 personas fallecer. Era una situación increíble, el oxígeno se terminaba, los medicamentos faltaban…”.
El 27 de abril, Daniel escribió en Twitter: “Tengo complicaciones en los pulmones por COVID-19, me encuentro en tratamiento extremo con oxígeno para no ingresar a respirador mecánico. Mi hermano médico hace todo lo posible a mi lado. Tengo mucha fortaleza y fe en Dios para salir de esto”. Y, después, otro largo silencio.
Durante una semana, los doctores que evaluaron a Daniel veían que lentamente su salud empeoraba. Él no podía ni siquiera levantarse de la cama, apenas podía hablar. El suyo era un cuerpo destruido. Por aquellos días, estuvieron a punto de conectarlo a un respirador artificial. Cada mañana, Rodrigo conversaba por internet con una doctora española, conocida por varios médicos peruanos, que le ayudaba a tomar decisiones sobre las medicinas que había que aplicar y los tiempos que había que esperar. En la puerta de la sala donde Daniel iba a recibir ventilación mecánica, Daniel Cabrera, un emergenciólogo loretano muy reconocido, que había sido maestro de Rodrigo, le dijo: “Tu hermano está respondiendo lentamente. Hay que aguantar”. Y aguantaron, entre el dolor, el poco aire y las malas noticias: la muerte de un tío muy cercano, la de un bombero amigo de ellos, la de un policía, la de un periodista a quien Daniel conocía de cerca, la de otro doctor…
El 5 de mayo, diez días después de que lo internaran, Daniel escribió a sus compañeros del Diario: “Queridos amigos, para informarles que los últimos exámenes médicos salieron con resultado positivo y en las próximas horas me darán de alta”. Hugo Anteparra, colaborador de El Comercio en San Martín y muy amigo de Daniel, compartió una foto en el mismo chat: aparecen los hermanos Carbajal en un pasillo del hospital de Iquitos, uno cubierto por equipos de bioseguridad, listo para seguir atendiendo pacientes, y el otro cargando bolsas de medicamentos, listo para ir a su casa donde hasta hoy permanece aislado. Están cubiertos por mascarillas, pero se puede adivinar que, por un instante, sonríen.
“Es una carga emocional muy fuerte para mí”, dice ahora Rodrigo. Habla en tiempo presente porque el problema no ha terminado: él se contagió de coronavirus y le ordenaron aislamiento absoluto; su cuerpo responde a la medicación, pero no puede volver al hospital y la impotencia lo consume. Cada cierto tiempo recibe noticias de su maestro, el doctor Cabrera, que se infectó y, por lo grave que estaba, tuvo que ser trasladado a una cama UCI en el hospital Rebagliati, en Lima. Daniel tampoco la pasa bien: ya puede bajar del segundo al primer piso sin que se le termine el aire, pero todavía no ve a su hijo ni a su esposa, quien también fue contagiada en los últimos días... En Iquitos la pandemia se vive en tiempo real.
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¿Quiénes son las personas que corren más riesgo por el coronavirus?
Debido a que el COVID-19 es un nuevo coronavirus, de acuerdo con los reportes que se tienen a nivel mundial, las personas mayores y quienes padecen afecciones médicas preexistentes como hipertensión arterial, enfermedades cardiacas o diabetes son las que desarrollan casos graves de la enfermedad con más frecuencia que otras.
¿Debo usar mascarilla para protegerme del coronavirus?
Si no tiene síntomas respiratorios característicos del covid-19 (tos) ni debe cuidar de alguien que esté infectado, no es necesario llevar una mascarilla. La OMS recomienda evitar su uso, debido a que en esta pandemia, estos implementos puede escasear. Ahora, recuerde que si usa uno, este es desechable; es decir, solo se puede utilizar una vez.