La semana pasada comentaba sobre algunos temas de debate a propósito de los acontecimientos en curso en Bolivia. Uno, la caracterización del gobierno y del régimen político en ese país; segundo, la evaluación de su legado en términos sociales, institucionales y económicos. Terminaba diciendo que era indudable que Evo Morales todavía contaba con un muy importante apoyo popular, pero que, en medio de su declive, la pregunta era si habría una diferencia suficiente para evitar una segunda vuelta. Con un resultado muy ajustado, en un ambiente muy polarizado, se necesitaba una autoridad electoral independiente y confiable, que no existía. Llegamos así al debate sobre el fraude electoral: por la información disponible, parece claro que no había garantías de que el recuento de votos fuera totalmente escrupuloso, pero no queda igualmente claro si los resultados oficiales difieren de manera significativa de los votos “reales” expresados en las actas. A los peruanos esto nos recuerda la elección del 2000: estuvo llena de irregularidades, pero no quedó claro que los resultados oficiales fueran muy diferentes a los “reales”. Se parece mucho también porque las tendencias iniciales en el recuento de votos cambiaron mucho conforme fueron llegando actas del interior del país y de zonas rurales, que cambiaron la expectativa inicial de un triunfo de Alejandro Toledo. Con todo, en una elección donde las décimas cuentan, se requería de una autoridad electoral muy escrupulosa, que no existió en ninguno de los dos casos. Podría decirse que el proceso estuvo desde el inicio lleno de irregularidades que lo viciaron, y aunque no pueda hablarse de fraude era razonable postular la necesidad de una nueva elección con nuevas autoridades electorales.
El problema es que Evo Morales se proclamó vencedor en primera vuelta antes de que termine el cómputo oficial; luego, ante la indignación y las protestas ciudadanas, aceptó una auditoría de la OEA con resultados vinculantes; en este caso, fue la oposición la que no la aceptó, en un camino de creciente radicalización. Claramente, tanto gobierno como oposición jugaban desde posiciones de fuerza, perdiéndose la oportunidad de una salida institucional. Una vez que la OEA pidió nuevas elecciones, Morales aceptó el pedido, pero esta vez fue la oposición la que siguió presionando por elecciones sin la participación de Morales. En medio de la crisis, Morales no solo enfrentaba la oposición de la extrema derecha, también la de sectores medios y parte de sus bases tradicionales de apoyo. No pudo contraponer eficazmente masas contra masas, como en el pasado. En este marco, se produce una insubordinación policial, que da lugar a lo que considero un golpe en efecto “cívico, político y policial”, tal como lo caracterizó Morales, que forzó su renuncia. Un camino institucional hubiera implicado nuevas elecciones con nuevas autoridades electorales, aún mejor sin la participación del propio Morales, como él mismo habría aceptado, pero sin pasar por su salida de la presidencia.
A estas alturas, las decisiones se toman sobre la base de la presión y de la fuerza, no de la legalidad. La opositora Jeanine Áñez asume la presidencia sin quórum en el Senado, pero con un MAS boicoteando la sesión. El MAS desconoce al nuevo gobierno, y este responde con pura represión. Bolivia no es viable excluyendo al MAS, y tampoco a la diversa oposición a este. Como ha recordado recientemente el expresidente Rodríguez, las negociaciones en el 2005, en una situación también crítica, permitieron nuevas elecciones aceptadas por todos, por ahí va el camino de salida.