«¿Patearía César Vallejo alguna vez un balón hecho de restos de anacos en la cancha reventada de Santiago de Chuco?», se pregunta el ecuatoriano Galo Mora Witt en su ensayo «Un pájaro redondo para jugar» (2002), pasando por alto que cuando Vallejo escribió aquello de «cancha reventada» en un poema de Trilce se refería a la cancha de comer, no a la de jugar.
En cualquier caso, la respuesta más probable a la pregunta de Mora Witt es que no. Si algo suscitó el fútbol en Vallejo fue un profundo desinterés. De ahí que resulte una pésima ironía que desde hace veinte años su nombre esté asociado a un club de fútbol profesional; un club que algún alevoso cronista deportivo bautizó como «el equipo poeta», cuya insulsa mascota oficial es un libro con lentes de sol y cuyo presidente, César Acuña, es el célebre autor de la penosa frase: «los que me conocen saben que casi nunca leo».
Hoy, aniversario 132 del nacimiento del escritor, es un buen día para intentar reconstruir esa no–relación entre el autor de Poemas Humanos y el fútbol.
Lo primero que habría que decir es que Miguel Ambrosio, el hermano inmediatamente mayor a Vallejo, sí era dado al balompié. En César Vallejo: muerte y resurrección, Max Silva Tuesta comenta lo siguiente: «aquél era hábil y despierto en todo lo que era el dominio del mundo concreto: palomilla, buen jugador de fútbol, nadador en las pozas de los ríos y enamorador de toda chica agraciada que él veía». Cabe recordar que la súbita muerte de su hermano –de neumonía, apenas a los veintiséis años– suscitaría en Vallejo una pena hondísima que quedaría retratada en el poema A mi hermano Miguel de Los Heraldos Negros.
En el libro César Vallejo, periodista paradigmático, Winston Orrillo señala que en la obra periodística de Vallejo, compuesta de crónicas y ensayos, todos los deportes ocupan un lugar expectante, menos uno: «…de todos, casi todos los deportes, no hemos hallado nada sobre fútbol». Orrillo destaca, por ejemplo, la viva curiosidad del poeta hacia el boxeo, el ciclismo, la natación, el automovilismo y el tenis (un poema de Vallejo se inicia así: «En el momento en que el tenista lanza magistralmente su bala, le posee una inocencia totalmente animal»).
Pero a Vallejo no solo le atraía el nivel digamos práctico o literal de las contiendas deportivas, sino fundamentalmente el espíritu que las rodeaba y esa capacidad de los deportes «de pasar de la retina o el cerebro del espectador a sus propios músculos».
Si uno revisa la escena campestre que Ciro Alegría reconstruye en el primer volumen de Memorias: mucha suerte con harto palo, advertirá la apatía con que Vallejo observa un partido de fútbol que se disputa a pocos metros de su ubicación. Por todo pasatiempo, el poeta prefiere la contemplación y el silencio.
«Los jueves por la tarde, íbamos de paseo a un lugar situado no muy lejos de la ciudad, donde jugábamos a la pelota y corríamos. A raíz de mi recitación, me llamó a su lado una de esas tardes y, sentados sobre la grama, me pidió que le recitara todos los versos que sabía. Así lo hice, teniendo que repetirle varias veces el que dejo apuntado, y me regaló una naranja. Después, se quedó sumido en un gran silencio. Su expresión plácida de momentos antes había desaparecido. Inmóvil, con las manos sobre las rodillas, parecía mirar a los chicos que jugaban al fútbol y habían señalado el emplazamiento de los arqueros con montones formados por sus sacos y gorras. Noté que las incidencias del juego no le interesaban y que, en suma, no estaba viendo nada. Su prolongado silencio llegó a incomodarme. Yo no sabía qué decir ni qué hacer. Él estaba como ausente y yo esperaba en vano que me permitiera marcharme. “¿Puedo irme?”, le pregunté. Su silencio y su inmovilidad persistieron. Casi furtivamente, me escurrí de su lado, corrí a dejar mi saco y mi gorrita en uno de los montones y me puse a patear la pelota…».
Esa genuina tendencia a evadirse de la realidad para contemplarla, sin embargo, no es razón ni excusa para justificar el estereotipo de hombre alicaído y permanentemente taciturno con que se ha pretendido caricaturizar a Vallejo. A estas alturas es sabido que tenía un gran sentido del humor, que era mundano, bohemio y bailarín. Que no le haya gustado el fútbol, o que no haya escrito nada acerca de él, no lo convierte en un hombre triste. A lo mucho, sí, en un hombre incompleto.