¨El que cura¨, pintura del norteamericano Nathan Grenne aludiendo a que el que asiste al enfermo nunca lo hace solo.  (Imagen:  Nathan Grenne)
¨El que cura¨, pintura del norteamericano Nathan Grenne aludiendo a que el que asiste al enfermo nunca lo hace solo. (Imagen: Nathan Grenne)
Jaime Bedoya

No es indigno sentir miedo. El problema es no saber controlarlo. En estos momentos un ejército de profesionales de la salud – médicos, enfermeros, paramédicos- se preparan para enfrentar lo que según una proyección moderada podría ser una catástrofe. Es como si la muerte te diera una fecha aproximada de llegada.

Van hacia esa cita en absoluta desigualdad de condiciones. Sin el equipo requerido, sin un sistema hospitalario solvente, sin la total empatía de un grupo importante de personas que sigue creyendo que lo importante en estos momentos es seguir acumulando artículos de higiene para el trasero. Eso responderán a sus nietos cuando les pregunten ¿y tu qué hiciste en la del 2020?

- Compré papel higiénico y vi Netflix.

Es la misma indolencia, pero en este caso inocua, de aquellos que consideran que su deber es contarle al mundo como se sienten ahora que no se soportan ni a si mismos al tener que estar solos. Hasta el fin del mundo también tiene que ser acerca de ellos.

Sea cual fuere el caso los especialistas en salud estarán al servicio del que lo necesite. Sin discriminar ni siquiera al mas egoísta o al irresponsable que solo amplificó los riesgos. Así lo dicta el juramento Hipocrático que se hace ante Apolo y todos los dioses. Eso es lo que se llama tener temple.

Este personal de salud tendrá necesariamente que aislarse de sus familias durante todo el tiempo que dure la crisis del . No podrán acompañarlos para protegerlos del riesgo de contagio al estar atendiendo desconocidos.

¿Cómo explicarles a esas familias de los que ayudan el egoísmo suicida de los que creen que están de vacaciones? Digamos que son jóvenes, sanos y con defensas, pero al mismo tiempo asintomáticos. Esos son los que contagian y matan. Ojalá que luego no les toque que alguien decida por ellos si es que un familiar tiene derecho a un respirador cuando estos escaseen.

La sangre pesa más que el agua. Por eso hay historias admirables de solidaridad y resiliencia en estos días en los que la adversidad nos obliga a revelar de qué estamos hechos.

Las opciones son varias. Se puede ser desde el idiota inofensivo al narcisista tóxico, tan ejemplarmente representado por el señor alcalde de La Molina. Considerar una pandemia como el mejor momento para jugar al matón del barrio es cancelar prematuramente – crucemos los dedos- una carrera en la función pública. Darwinismo en acción.

La avanzada edad de otro ex alcalde con ínfulas de hacer circo en esta crisis, el señor Ricardo Belmont, lo hace inimputable, categoría a las que se adscribe desde muy joven y con honores. Que su familia no lo deje en este trance solo con el celular desde el cual dice sandeces. Necesita además una mascarilla, una mantita y mucha paciencia.

O se puede elegir parecerse a médicos, bomberos, soldados y ciudadanos que están trabajando mientras al resto les pesa quedarse en casa, pobres. Nadie sobra, todos tenemos algo importante que hacer. Y si no se nos ocurre nada útil por lo menos podríamos apegarnos al primer precepto del juramento hipocrático: Primero, no hacer daño.

Que en castellano de estos tiempos virulentos vendría a ser algo así como: si no vas a ayudar por lo menos no jodas.

Apúntenlo.

¿A quién le importa?

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