He pasado los últimos tres años metido en la piel de Matías Giurato Roeder, un joven peruano que participó en los bombardeos sobre ciudades europeas durante la Segunda Guerra Mundial. He imaginado su infancia y accidentada adolescencia en la Trujillo del primer tramo del siglo veinte. También lo he vislumbrado arribando en setiembre de 1939 a una Nueva York que ya entonces era inabarcable para cualquier inmigrante. He asistido mentalmente a los efectos que produjo en Estados Unidos el ataque de Japón sobre la bahía de Pearl Harbor en diciembre del 41, y he creído ver a miles de jóvenes estadounidenses suplicando ser admitidos en la puerta de los cuarteles para montarse en un avión y volar hasta Tokio en busca de revancha. Me he detenido a pensar en el gesto de asombro que podría haber compuesto Matías cuando, ya convertido en suboficial de las fuerzas aéreas norteamericanas, vio por primera vez el avión B-17 que se convertiría en su lugar de trabajo durante largos meses, desde donde dejaría caer tantos proyectiles. He soñado con ese aparato metálico, con el ruido tenebroso de sus cuatro motores, con el estrecho y gélido pasillo que separaba la nariz de la cola, y me he sentido tan vulnerable como los muchachos de diecinueve, veinte, veintiún años que allí viajaban y que, creyendo defender el honor de una bandera, eran arrojados a la muerte segura en medio de una guerra que los devastó para siempre.
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He necesitado ayuda para visualizar esas misiones aéreas y comprender la camaradería de aquellos aviadores. Leer a Joseph Heller en «Trampa 22», a John Steinbeck en «Bombs Away», a Kurt Vonnegut en «Matadero cinco»; ver las tres temporadas de la serie sesentera «12 O’Clock High», o las imágenes de primera mano documentadas por John Ford y William Wyler; caminar por algunas ciudades del Viejo Continente que fueron arrasadas; y observar de cerca el único ejemplar B-17 expuesto en un museo de Europa han sido insumos increíblemente provechosos para cuando, delante de la laptop, me tocaba recrear la deriva de ese joven trujillano convertido en piloto norteamericano que hace exactamente ochenta años, en medio de aquel horror, debió enfrentar una encrucijada moral que puso a prueba su temperamento y sentido de lealtad.
La primera vez que escuché a alguien relatar la anécdota trágica de Matías Giurato Roeder fue en 2014, en medio de una reunión familiar. El impacto que me produjo quedó registrado en una columna que titulé «El bombardero sentimental». Hace tres años, durante la pandemia, reencontré la historia, y me aboqué a ella con total voracidad, decidido a reconstruirla imaginariamente. Creí ver en ese proyecto una oportunidad de fabricar vidas ajenas, vidas ficticias, y alejarme lo más posible de mi propia experiencia vital, a la que creo haber dedicado suficientes libros. No obstante, el tema que poco a poco fue articulando a los personajes de ese nuevo universo no podía resultarme más próximo y personal: el desarraigo, la existencia lejos de la patria, la disolución mental de las fronteras. Nueve años atrás, la historia de Matías Giurato Roeder no causaba en mí tantas resonancias como para querer desmenuzarla; ahora, tras casi una década viviendo alejado del Perú y sintiendo a mi alrededor los ecos de diversos conflictos, las preocupaciones del muchacho bombardero se hallaban en el centro de las mías.
El domingo pasado presenté en la Feria del Libro «El mundo que vimos arder», la novela que tiene en Matías a su protagonista. Fue emocionante reencontrarme con cientos de lectores y verlos, a lo lejos, sumergidos en las primeras páginas de la narración. Suele creerse que la presentación de un libro tiene algo de ceremonia iniciática, de partida de nacimiento o acto bautismal. La noche del domingo tuve otra sensación: la de estar entregándoles a los lectores allí reunidos el manojo de llaves de una casa. La casa donde he vivido los últimos tres años, cuyas paredes construí ladrillo a ladrillo, y cuyas habitaciones amoblé y decoré hasta el último detalle. Presentar un libro es deshabitar una casa y darles la bienvenida a los nuevos huéspedes. Espero que la encuentren cálida. Y que sean en ella tan felices como he sido yo. //
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