
1
Despierto con el pie derecho convertido en un globo. Me duele como nunca me ha dolido ninguna parte del cuerpo. Son las seis de la mañana y me acerco a mi esposa para susurrarle que no puedo más, que me voy a Urgencias. Ella se ríe sin despertar. «Primero lleva a Julieta al colegio, después haz lo que quieras», replica. «Llévala tú, por favor, no puedo caminar», le suplico. «Ok, entonces te quedas en casa, le das teta a la bebe, le cambias el pañal, esperas a que yo regrese de dejar a Julieta y recién entonces te vas a Urgencias», dice, sin compadecerse de mi pie-globo. Lo más desconcertante es que me habla con los ojos cerrados, como si estuviera soñando. «¡Necesito un médico ahora mismo!», me defiendo. Mi esposa sonríe. «Cariño, ¿ya no te acuerdas de que estás casado con una doctora?», me recuerda, irónica, aún sin abrir los ojos, «¡y te aseguro que ni vas a morirte ni te van a amputar el pie».
2
Treinta minutos después estoy en la parada del bus con Julieta. «Por qué cojeas, papi», se preocupa. «Me duele mucho el pie, hija, así que ni bien te dejo en el cole voy corriendo al hospital», le informo. «Pero si corres, te va a doler más», comenta. «Es un decir, mi amor», le indico. Ella sonríe, se pone a saltar a mi alrededor y, sin querer (espero), deja caer su pesada mochila sobre mi pie. «¡Au, carajo!», chillo, y me arrodillo en el acto para tomarme el empeine, que es la zona más perjudicada. «Papi, haz dicho una palabrota», me amonesta mi hija. «¡Y voy a decir otra más si vuelves a golpearme justo en el pie», le advierto levantando la voz. Una señora me mira de reojo, abrazando a sus dos hijos pequeños.
3
Dejo a Julieta y tomo un taxi. «¡Jó! ¿Qué le pasó?», me pregunta el conductor al notar mis problemas para subir al auto. Cometo el error de contarle; y entonces él se larga con que estudió no sé cuántos meses de enfermería y se despacha con una serie de consejos que no escucho porque lo único que necesito es que se calle, que suba el volumen de las noticias y me deje lo más pronto posible en la puerta de Urgencias.
4
Una vez en el consultorio, el traumatólogo explora mi pie buscando el origen de la hinchazón. Sus manos enguantadas parecen las de un desactivador de bombas. «Es aquí, ¿verdad?», dice, presionando con fuerza, casi con sadismo, alrededor de mis dedos. Suelto un grito desgarrador que debe haberse escuchado hasta la calle. «Sí, sí, doctor, es justamente ahí», respondo con un hilo de voz, arañando la sábana de la camilla. Enseguida toma asiento y escribe algo en un papel. «Bien, esto es claramente un neuroma de Morton», asevera. «¿Un qué?», le pregunto con sorpresa. «Un tipo de inflamación del tejido que envuelve los nervios del tercer y cuarto metatarsiano», explica. No entiendo nada, daría lo mismo que hablara en búlgaro o hebreo. «Lo curioso», prosigue, «es que la gran mayoría de afectadas son mujeres, que presentan esta lesión por usar tacos». Percibo en sus palabras algo de sorna, y de pronto siento que, detrás de sus anteojos cuadrados de abuelo facha, la mirada prejuiciosa del especialista me escruta como preguntándose si acaso, tal vez, quién sabe, llevo una vida paralela, una existencia presumiblemente nocturna en la que uso, no el buzo raído y las maltratadas zapatillas Puma que he traído al hospital, sino una minifalda ceñida y unos rutilantes tacones que me elevan nueve o diez centímetros del suelo. Quizá, en medio de toda la polémica desatada en España por Emilia Pérez (la película francesa que ha obtenido trece nominaciones al Óscar y que, protagonizada por la actriz transgénero española Karla Sofía Gascón, cuenta la historia de un narco que se transforma en mujer), quizá pensando en esa película, el médico ha creído ver en mí a un inmigrante latino de salario modesto que, para ganarse la vida, se recursea como Drag Queen en los bares de Madrid. «No se sienta mal, hombre, al menos piense que es la misma enfermedad que tuvo la reina Letizia», me dice el galeno, con una risita imperceptible, mientras me lee la receta: «cortisona por cinco días y calzado blando».
5
Salgo rengueando del hospital y en la parada de bus me encuentro con un amigo del fútbol. Es un buen amigo, pero muy dado al chismorreo. Al verme arrastrando la pierna me pregunta: ¿qué te pasó, tío? Entonces pienso en el doctor, en el neuroma de Morton, en Emilia Pérez, en la reina, en los hipotéticos tacos-aguja de mi agitada vida nocturna, y le devuelvo con voz muy grave: «un desgarro, viejo, solo un desgarro».