Georgina Santibáñez me abre las puertas de su hogar luminoso y verde, y me extiende los brazos. Pregunta si me puede abrazar y, mientras le abro los míos, me pierdo en ese contacto calentito y vital y le confieso al oído: hace más de nueve meses que no abrazo a mis papás.
Yoyo, como le dicen, se convirtió durante la pandemia en mi guía virtual de cuidado de plantas, ya que este despertar verde me agarró a los 39 años sin conocimiento alguno. Cada vez que me asaltaba una duda o veía que una planta caía enferma, inmediatamente –gracias, tecnología– le enviaba una fotografía del ‘paciente’ a la ‘doctora’ y me recomendaba algún tratamiento –la ahogaste, demasiada agua; le falta potasio, ponla a la luz directamente–, siempre con consejos, sin esperar nada a cambio de este lado.
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Yoyo es artista plástica de formación, pero de corazón es una brujita hermosa. Me cuenta: “Mi abuela siempre decía que cuando estés triste o estancado en tus pensamientos, soples. Así dejamos que ese viento de la mente se vaya hacia afuera o soltamos la tristeza”.
Hablamos de soplar porque Yoyo arma sahumerios a pedido y hacía una semanas había dado virtualmente un taller para aprender a armar uno (yo me lo había perdido).
El ritual de sahumar espacios es ancestral y tiene como propósito limpiar sus energías. Siempre se hace con una intención y de izquierda a derecha, con las ventanas y puertas cerradas para luego liberar el humo con lo que se necesita limpiar.
No es un secreto: las plantas tienen poderes mágicos, sanadores, curativos. Así, todo junto.
De hecho, antes de la medicina moderna, su industrialización y su despropósito, nos curábamos con plantas. Y así, Yoyo las va citando: “Pimpinela para los nervios, también la valeriana; salvia para los estancamientos y nuevos comienzos; laurel para mejores sueños; ruda para la protección; hojas de tabaco para la purificación”.
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Me siento absolutamente motivada por lo que me muestra, motivada y fascinada, mientras me acerco al tendedero donde están todas estas hierbas amarradas con pabilo y colgadas boca abajo.
Le confieso que me gustaría ser como ella: libre, con los pies sobre la tierra y con las manos dentro de ella. Una persona en armonía con la naturaleza, conocedora y protectora de ella.
Me lleva a su huerto, armado en la parte trasera de su jardín, y me muestra cómo unos frijoles se han tomado la libertad de crecer por todos lados, con su permiso, porque Yoyo les habla a las plantas y no encuentra otra forma para conocerlas. Ha dejado que esta crezca indiscriminadamente entre sus caiguas, papayas, fresas, pimientos, lavanda.
Salimos del huerto al taller y me comenta que su relación con las plantas es de toda la vida, que no necesitamos de muchos manuales para aprender a cuidarlas, usarlas, protegerlas, porque esa sabiduría nos es innata: solo hay que volver a conectarnos con ella.
Me invita a meter mi nariz dentro de un saco repleto de hojas secas y variadas, que en un futuro se convertirán en baños de florecimiento. Me quedo ahí absolutamente consciente de los aromas y sus mezclas, intuitivamente le confieso que huelen a mi infancia. Me mira con amor directamente a los ojos y me dice: “Estás extrañando a tu tribu, tu madre, tu hermana”. Se me caen un par de lágrimas. Yoyo se sienta en una banca; yo, sobre el grass, bajo la sombra de un árbol. Le hablo, me habla, nos oímos. Me siento en paz, en calma, acogida. Siento amor en sus palabras.
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Si yo fuera una planta, diría que crecí centímetros ese día.
Gracias, maga Georgina. //
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