Salgo de casa peleado con mi esposa: no le ha gustado nada la idea de que me vaya a ver el partido de la selección a la casa de un amigo a la una de la mañana sabiendo que al día siguiente tendré que levantarme temprano para llevar a nuestra hija al colegio. “Ojalá pierda Perú”, me grita, de puro molesta, antes de cerrar la puerta. Salgo a la calle y de la nada empieza a llover. Parece la mala noche perfecta, la noche en que quedaremos fuera del repechaje. Sin embargo, el guion va corrigiéndose a medida que pasan los minutos. Llego a casa de mi amigo, se va la lluvia, empieza el partido, Perú le gana a Paraguay, destapamos una cerveza.
De la emoción le pongo un mensaje amoroso a mi esposa; me devuelve un emoticón de cara furiosa. Ya se le pasará, pienso. A todo el mundo se le pasará el mal humor. Lo que ha conseguido la selección a favor de los peruanos es básicamente eso: alivio por casi tres meses, hasta que nos toque disputar a mediados de junio el partido definitivo, sea con Australia o Emiratos Árabes. Mantener latente la posibilidad de jugar el mundial, segundo mundial consecutivo, definitivamente consuela, no cura pero calma las heridas de un país que se parece mucho a un enfermo grave que no recibe tratamiento.
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Al desconsuelo por los 200 mil fallecidos durante la pandemia y la frustración de haber visto recortada nuestra libertad tanto tiempo, se suma el encono acumulado a lo largo del proceso electoral 2021, cuando en cámara lenta y por nuestros propios medios, más suicidas que nunca, nos colocamos en fila india delante de un abismo por el cual seguimos cayendo. En medio están los casos de Odebrecht, Vacunagate y Cuellos Blancos, llagas que continúan supurando una pus que nadie limpia. Esa combinación simultánea de tristeza, ira, duelo y hartazgo nos tiene no solo divididos y enfrentados, sino paralizados, en la anomia completa. Incluso se ha extinguido la vieja, sanguínea indignación que antes llevaba a miles a las calles a marchar en nombre de valores tan rápidamente deteriorados como la democracia o los derechos humanos. La imagen del Perú bicentenario ya no es la del mendigo sentado en el banco de oro, sino la de un viejo mastodonte herido, cansado, que ni siquiera se toma la molestia de agitar la cabeza ni mover la cola para espantar los enjambres de moscas que lo merodean oliendo su sangre.
Lo único que nos saca de esa pantanosa condición de zombies es esta selección, precisamente porque le sobra algo que el resto de la sociedad parece haber puesto en la congeladora: corazón. Cuando la selección juega, resucitamos, volvemos a emocionarnos, a abrazarnos, a ser o creer que somos parte de algo más grande, y aunque sea un sentimiento provisorio que caduca solo horas más tarde, alcanza para certificar que, al igual que los muchachos de Gareca, aún estamos vivos. Independientemente de la suerte que corra el equipo en la repesca, es importante agradecerle haber sido nuestro respirador artificial durante los últimos dos años.
Así como en el 2018 la amargura de la crisis política pasó a un segundo plano gracias a la clasificación a Rusia, cuatro años más tarde quizá nos toque recibir una anestesia similar y soñar con Qatar. Sería bonito poder contarles a nuestros nietos que hubo un periodo en el que el Perú olvidaba sus tragedias políticas yendo a mundiales de fútbol que se celebraban en países remotos, a donde los peruanos llegaban endeudados pero felices. Falta solo un paso para lograrlo. Y tendremos que darlo de la manera que más nos gusta y más nos cuesta: juntos. //
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