Por todo su departamento se oye el televisor encendido en algún noticiero en inglés. Jeremy Bowen, corresponsal de la BBC y amigo suyo, reporta desde una loma, con un chaleco antibalas, el traslado de niños y ancianos en Ucrania. “Solamente está ahí porque quiere contar la historia de estas personas y lo difícil que es huir de los bombardeos”, dice Mariana Sánchez-Aizcorbe, periodista peruano norteamericana que cubrió en zonas de guerra y violencia por todo el mundo, desde Kosovo hasta el Asia Central, desde Etiopía hasta Timor Oriental, desde la violenta frontera de México hasta los años del terrorismo en Perú. Es corresponsal de la cadena de noticias catarí Al Jazeera, desde el 2006, y estos días debe cubrir la confusa política peruana, a pesar de que en su mente solo hay una idea: “tendría que está allá, en Ucrania”.
La periodista nunca le ha cerrado las puertas al peligroso oficio de cubrir la muerte de cerca. Quizá porque nunca se sintió más viva que en esos años oscuros, en los que cargar con su pasaporte estadounidense la llevó por el mundo con facilidad, y mostrar con desesperación su pasaporte peruano le salvó la vida más de una vez.
Ahora se pregunta: “Qué hago aquí”.|
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Mariana Sánchez-Aizcorbe y el periodismo de guerra
—¿Dónde estarías ahora?
Ay, Rafaella, el monstruo… Lo único que hago es ver noticias sobre Ucrania, sufrir con los refugiados y pensar que tengo que irme ya.
—¿Estás pensando irte para allá?
Eso implica muchas cosas, pero en mi mente solo hay “tendría que estar ahí”. Lo único que quiero hacer es estar ahí [toma una pausa y bebe agua]. Es la indignación de ver… que no aprendemos. ¿Cómo es posible que este monstruo haya lanzado estos ataques, ni siquiera sobre el aeropuerto o la base militar, que ya es terrible, sino sobre residencias, buses, civiles?
—Detrás de una guerra siempre hay un tirano. ¿Qué diferencia a Putin?
Es lo mismo. ¿Quién es más víctima? Cada una lo es en su contexto. No podemos decir que las madres de los desaparecidos en Ayacucho son menos víctimas que este niño que vemos huyendo de Kosovo [muestra una foto impresa de su archivo]. Igual con los tiranos. Estamos, con suerte, ante una nueva guerra fría, y con mala suerte, ante una catástrofe. Putin no ha medido muy bien su fuerza, pero no sabemos qué tiene entre manos, con Putin no se sabe.
—¿Se puede reducir una guerra a buenos y malos?
Siempre hay un lado correcto de la historia: en este caso, EE. UU., la OTAN, Europa, con los refugiados ucranianos, con los que se van a quedar allí a pelear.
—¿Se rompe alguna regla de este trabajo al involucrarte con las víctimas personalmente?
Sí. Se dice que uno tiene que ser objetivo siempre en el periodismo, y le das el mismo peso a cada lado, pero yo quiero darle más voz a la gente que está sufriendo. ¿Tú le preguntas a un violador las razones por las cuales violó a una niña? No hay ninguna excusa. En la guerra, eso de la objetividad es subjetivo. Creo en el concepto de la ética, del conocimiento de los derechos fundamentales del ser humano, que no se pueden quebrar, no se pueden cuestionar. En función de eso uno es capaz de discernir y reportear lo que se está viendo. Por eso es fundamental tener una ética personal, que se aprende en casa, en la vida. El periodismo es eso, y si no lo tienes claro, dedícate a otra cosa.
—¿A la gente ahora le interesa lo que pasa en Ucrania?
Hay un interés. Me pregunto si va a pasar lo mismo de aquí a seis meses cuando la guerra siga. ¿Quién habla ahora de Siria? Solo ocurrió cuando ISIS empezó a cortar cabezas de periodistas.
—Sin pensarlo mucho, ¿a dónde te lleva la memoria, a qué escena?
La primera noche de los bombardeos en Pristina [Kosovo]. Yo trabajaba con CNN en Español y estábamos en un hotel. El servicio secreto entró a buscarnos, nos iban a matar. Esa fue la primera vez que yo sentí que me iba a morir. Hombres encapuchados me apuntaban con ametralladoras, una en cada ojo, mientras un capitán me interrogaba. Es toda la dinámica: uno se despierta, vives el día, te acuestas, los días se hacen interminables, de desayuno tomas un poco de Coca Cola y un cigarro y sigues adelante. Se instala el miedo desde que abres el ojo. Hay que lidiar con eso porque lo importante no eres tú, sino lo que está afuera.
—¿A qué le tenías miedo?
A morirme, sobre todo al dolor físico. Pero además está el pánico de los niños, que pasan en unos días de estar en el colegio jugando y pintando, a escuchar disparos y ver muertos en el camino. Incluso ante una cámara de fotos o video tienen miedo porque es un aparato que les apunta, y que no conocen… Siempre pienso en el overol de bebé que nos mostró un campesino en Kosovo, estaba todo perforado por balas. No me puedo olvidar de eso, resume todo, lo más tremendo que uno puede imaginar. El hombre nos enseñó los restos de la matanza que allí hubo.
—¿Cómo te desprendes de todo eso?
No tengo fotos, ni videos, nada. Pero eso no significa que el corazón no se me haya estrujado, arrugado, desintegrado en las coberturas. No solo en zonas donde hay un frente con tanques. He cubierto bastante Centroamérica. En Honduras, El Salvador hay una cantidad de desaparecidos inimaginable. Hice un reportaje con una mujer y la seguí en esta búsqueda de su hijo, lo habían estado acosando las maras. Ella tenía que arriesgarse, caminar kilómetros para llegar hasta la oficina de los investigadores, que le decían: ¿nos has traído algo nuevo? En vez de que ellos le dijeran eso a ella. Esas madres buscan restos para ver si encuentran un pedazo de polo o zapatilla para saber si su hijo estuvo ahí. Aquí no hay tanques, pero son sociedades donde hay desplazados internos en permanente amenaza de la violencia.
—¿Tu infancia en Nicaragua, antes y durante el sandinismo, fue el germen de todo?
Por supuesto. Viví en una zona de guerra, de niña, donde yo escuchaba: “Al alcalde lo pusieron en el centro de la plaza, hicieron un juicio popular y pum, lo mataron”. Y yo decía, ¿qué es eso de juicio popular? Pero claramente el momento en que yo decidí que lo que yo quería era ser corresponsal de guerra es cuando vi la película The Killing Fields (Los gritos del silencio, 1984), sobre la guerra en Camboya. Yo dije: eso es lo que yo quiero hacer. Tenía 14 años y ya no me veía haciendo otra cosa.
—No fue Camboya, pero sí la violenta Nueva York de fines de los 80 donde te formaste.
El año 89 me hice reportera de policiales en Nueva York. Empecé a trabajar para Univisión y a hacer reportajes sobre las matanzas entre pandillas. La gente se metía heroína en la calle; NY era una ciudad muy peligrosa. Y en el año 92 dije: mándenme a Perú porque quiero ir a hacer una serie sobre la violencia terrorista, y me dijeron no. Entonces me voy. Mi camarógrafo y yo vinimos con nuestra plata.
—¿Fue tu primer encuentro con la violencia terrorista?
Me fui a Ayacucho, que era un pueblo fantasma, todavía no habían capturado a Guzmán. Era muy peligroso. Después de eso me fui a Kosovo; fui construyendo ese camino.
—¿Tuviste que aprender cosas básicas, por ejemplo, siempre llevar agua o saber huir?
Cargar con mi pasaporte peruano, ¡no quería ser gringa! Me salvó varias veces. En Afganistán se preguntaban ¿qué hace una peruana acá?, ¿dónde queda Perú? ¿Beirut?”.
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—¿Cómo te mimetizas en culturas que no conoces?
En cualquier lugar, uno tiene que respetar la cultura. Si eso significa no andar con los hombros descubiertos, entonces te los cubres. ¿Qué cosa estás tratando de probar? ¿Que tú sí puedes? Yo andaba cubierta en Pakistán, Afganistán.
—¿Qué más se aprende en la guerra?
Aprendí a no llevarme nada ni a tomarme fotos con ningún guerrillero. Cuando fui expulsada de Kosovo, una buena cantidad de fotos mías se quedaron en la casa de Drita, que era la chica que me alojaba en Pristina. Los serbios nos habían expulsado a mí junto con todos los periodistas. Fue como en la tercera noche de bombardeos, la cosa estaba tan tensa que yo estaba feliz que me expulsaran, tenía mucho miedo. Ya me habían intentado matar, ya me habían hecho interrogatorios, la muerte la tienes acá encima respirándote.
—¿Volviste a encontrar a Drita?
Sí, ella vive en Australia y nos escribimos por Facebook. Yo estuve muy pendiente de ella, de su familia. Yo les dije a ellos “tienen que salir, váyanse”. Me escucharon, toda su familia se fue a un búnker, eran más de 30 personas, y cuando hubo la oportunidad de subirse a los trenes, se fueron. Ellos se salvaron.
—¿Cómo se cuenta el sufrimiento?
La única manera en que podemos contar las cosas, lo más cercanamente posible a la realidad y sentirla, es poniéndonos en los zapatos de las personas. Tienes que pensar en que esto es algo que podría ocurrirte a ti, la diferencia es que nosotros los periodistas nos podemos ir, casi siempre, cuando queremos (hay los que ahorita no pueden salir de Kiev), pero la gente se queda.
—¿Cómo es cubrir una guerra sin Internet, sin correo ni WhatsApp?
Yo tenía mi cuadernito y mi lápiz. ¿Cómo sabía yo qué estaba pasando en Malisevo? Si no me lo contaba un colega, la única manera era yendo para allá. Yo no trabajaba para CNN en esa época, yo era una freelance. Mis amigos de Reuters, del NYT me decían: “¿Qué estás haciendo?, ¡súbete!” o “Paso por ti mañana a las 6 de la mañana”. Fueron ángeles que me ayudaron y me instruyeron: mira, así se leen los mapas, así deduces dónde va a ser el próximo ataque, este es el comportamiento de los guerrilleros, cuidado con hacer tal cosa. Escribía mi nota y luego llamaba por teléfono y la dictaba a CNN Atlanta. Me aprobaban y allí abrían la puerta de la móvil de CNN para que yo grabara un audio, hacía mi stand up y ellos lo mandaban. No fue nada fácil, porque además para investigar no teníamos las herramientas. Los fotógrafos iban al laboratorio a llevar sus rollos, ahora toman la foto, hacen clic y ya la foto está en NY. Había que revelarlas en Kosovo.
—¿Se puede cubrir una guerra por redes sociales? ¿Hay una audiencia ahora más conectada, pero no por eso más involucrada?
Yo me nutro de los reporteros que están en el lugar. Ahora todo el mundo es opinólogo. Hace unos meses todos éramos epidemiólogos, ahora todos somos expertos en política internacional e historia rusa o sabemos todo sobre centrales nucleares. Cuando empezó la guerra en Afganistán, CNN me mandó a Pakistán y querían que yo, llegando, me parara a hablar en una transmisión en directo. Yo me negué. Aterricé y primero empecé a conocer sobre el lugar.
—Cuando fuiste presentadora de noticias, ¿te miraban como bicho raro por explicar la guerra?
No solamente estaba ocurriendo la guerra en Yugoslavia. Después vino el genocidio en Ruanda. No podía sentarme en ese noticiero y no hablar de eso. Yo exigía que contáramos eso porque los peruanos tenían que saberlo e indignarse. Dije: yo no puedo estar acá. Cuando quise irme por primera vez a cubrir una guerra a un lugar tan lejos, una cultura tan desconocida, todo el mundo me decía: estás loca, ¿para qué? Lo que yo quería era que a través de mí se entendiera que la guerra era horrible. Que la gente viera la tragedia que estaban viviendo millones de personas.
—¿Por qué dejaste las coberturas de guerra?
Las coberturas fueron la etapa más importante de mi vida, pero las heridas de los azotes a veces son muy difíciles de sanar. Eso es lo que se llama estrés postraumático. Mi cuerpo y mi mente me pidieron parar. Físicamente tampoco podía moverme mucho, estuve mal de la cadera. Muchos años de cargar bultos y el chaleco antibalas, que pesa horrible. Y las pesadillas…
—¿Qué aparece en esas pesadillas?
De todo: Amado Carrillo [poderoso narcotraficante del Cartel de Juárez] persiguiéndome con un cuchillo levantado o Bin Laden disparándome, o sintiendo los disparos en la cabeza. Eso sucedió por muchos años mientras dormía, y despierta también. Una época no podía pisar el pasto del Central Park de Nueva York porque en los pastos están las minas antipersonales, al lado del camino. O de estar en la luz roja y no poder avanzar ni para atrás ni para adelante. Cuando estuve en una protesta en Etiopía, me querían sacar del auto para lincharme, porque era gringa, american.
—¿Cómo te salvaste de eso?
Yo estaba rodeada. El camarógrafo empezó a dirigir la atención de la masa hacia otro lado: “¡Haz así, yo te filmo!”, y la gente empezaba a hacer su protesta mirando a la cámara, y el carro se pudo mover. Hacían así en la ventana: ¡pa! ¡pa! ¡pa!, american, y toda la gente, y las caras… estás en el infierno.
—¿Esas imágenes se han ido, se van a ir, ya pasaron? ¿Vuelven?
No lo sé.
—¿Convives con eso?
Convivo con esa sensación de tristeza y de frustración que me da saber lo que está ocurriendo. No sé si he superado esta cuestión de pánico que a uno le da cuando estás en el medio, porque no he regresado al lugar. Me pasaba por ejemplo en México, porque yo no sabía si yo estaba hablando con un sicario. Solamente supe que hablaba con uno cuando lo entrevisté. Me lo dijo y tenía la pistola acá delante mío toda la entrevista.
—¿Te cambió este trabajo? ¿Cómo regresaste?
No hay manera de que no regreses dañada. Ahora es cuando siento que el monstruo ha vuelto a despertar.
—¿Recién pasa desde la última cobertura?
He tenido muchas ganas de ponerme las pilas para ir a Gaza. Creo que nunca estuve lista para Siria. Marie Colvin murió allá. Yo la admiraba porque ella era la gran reportera de nuestros tiempos, era el súmmum del periodismo, mujer valiente. Para ella no existía el miedo, el frío, el hambre, el peligro. Cuando quería contarnos que los niños estaban siendo bombardeados, ella estaba ahí. Y murió así.
—Svetlana Alexiévich dice: “Se vuelve de la guerra con un irresistible deseo de vivir”. ¿Sientes eso?
Se vuelve de la guerra indignado. Es difícil volver a ser una persona normal, es difícil ser un ser social otra vez. Estoy muy encerrada, con mi libro, mis noticias, mis perros. Me siento diferente, pero no me hace mejor. No es bueno para mí, pero esa es la persona en la que me he convertido. Soy muy intolerante con la injusticia, y con la irracionalidad.
—Te fuiste de la última guerra y no se acabó ahí.
Nunca se acaba, los seres humanos vamos a seguir en lo mismo siempre. Es importante informar esto porque las generaciones que vienen van a votar, ¿por quién?, ¿por un Putin?//
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