“He hecho el intento de no venir, pero siento que me amarran las manos. Este lugar es parte de mí. Es tranquilo. Escuchamos los aviones pasar, nada más...”. Atravieso con Enrique Salazar, 62 años, el paraje lunar de una cantera de ceniza volcánica, gas y material rocoso que conocemos como sillar, a unos 20 kilómetros al norte de la ciudad de Arequipa. Su vida entera transcurrió entre muros gigantes y blanquísimos con la forma caprichosa que adquirieron las erupciones de los volcanes de esta región hace millones de años. Caminamos y se oye a lo lejos el golpe de una comba sobre un solitario cincel entrando en una veta: la marca que cortará el material en bloque y que luego se tallará en rectángulos medianos para su venta. “Casi ya no compran. No sé hasta dónde continuaremos. ¿Quién más nos daría trabajo a los viejos?”.
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