Pertenezco a la generación de peruanos que perdía todo lo que jugaba y nunca clasificaba a los mundiales. Que los veía por televisión, en una Trinitron gigante con antena de conejo, soñando con héroes extranjeros y asumiendo su dejo, se llame Maradona o baile como Romario. Que nunca renunció a su ciudadanía, claro, pero esperaba los junio de cada año con emoción ajena, extraviada, de convidado a una fiesta para la que no tenía prestigio ni talento ni traje para estar. Cómo iba a estarlo si la selección peruana había disputado ocho Eliminatorias desde España 82 y solo perdía.
Pertenezco a la generación de peruanos que no encontraba explicaciones a la nostalgia de quienes ya eran cuarentones: nada se podrá comparar a la selección de México 70, ni a Teófilo ni a Héctor ni a Roberto ni a Ramón ni al Cholo Hugo; tampoco a la pregunta de cuándo se dejó de plantar la semilla de la que brotó, en algún Interescolar o Interbarrios, aquella brillante mejor volante del mundial 78, según la revista El Gráfico; o por qué el Diamante Uribe no se llevaba a todos como en el 81 y allá en River, por las Eliminatorias a México 86, parecía que algo lo frenaba. No comprendía que los ciclos se acaban y que evocarlos solo tiene importancia si se aprende por qué los tuvimos. Que mirar el archivo sirve, básicamente, para programar mejor el futuro.
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Pertenezco a la generación Francia 98, es decir, a los hinchas peruanos/adolescentes/jóvenes que terminamos los 90 después de la fatalidad de las Eliminatorias a Italia 90 (0 puntos) y Estados Unidos 94 (1 punto) y que, gracias a una milagrosa selección que no tenía goleador ni estrellas en Europa, volvió a prender la TV e ir a los estadios. Aquel grupo era eso, precisamente, una selección, un equipo, una familia forjada por la mente peruana más brillante que se ha sentado en los escritorios de Videna en los últimos 40 años: Juan Carlos Oblitas.
Pertenezco, por eso mismo, a la generación del Chorri. Cuando a Perú se le acabaron los próceres y no tenía épica, perdía con Bolivia y Venezuela y no era ninguna moda decir que se era hincha de la selección, Roberto Carlos Palacios Mestas fue el pie, el pecho, el rostro de ese equipo débil, en coma. No fue la mejor época para hacerse fanático de Perú pero si algún cariño sobrevivió de aquella década, e incluso se extendió hasta entrados los 2000, se le debe al Chorri. Su legado es ese: jugar más de lo que su camiseta, su físico y la liga peruana suponía.
Pertenezco a la generación que, luego de soñar con Francia 98, bautizó a Pizarro, Guerrero, Vargas y Farfán como Los Cuatro Fantásticos, un alias de selección que se instaló a nivel sudamericano y tenía correspondencia con sus presentes en cuatro de las cinco ligas más importantes del mundo. Pero ni nosotros pudimos ni ellos pudieron. Nosotros, intolerantes después de siete Eliminatorias perdidas, no queríamos futbolistas que hagan paredes sino supermanes que salven al planeta. Y ellos, por sus personalidades, nunca pudieron construir un equipo sin diferencias, de jerarquías o de billetera. Y otra vez perdimos.
No era fácil ser hincha de la selección en los 90 y los 2000. Al contrario. Saltábamos primeritos para decir que no lo éramos.
Por eso, ahora que la gestión Gareca completa 95 partidos, una final de Copa América, un mundial y está por jugarse el último episodio de siete temporadas históricas, es necesario hacer este breve repaso de los últimos 40 años. Un examen de conciencia. Un sano ejercicio para saber todo lo que costó, cuántos quedaron en el camino, quiénes lo edificaron y quiénes, “solo” por jugar al fútbol le han devuelto a este país un poco de salud, autoestima, orgullo y, aunque parezca sencillo de conseguirlo, alegría. De Gallese a Valera, de Lapadula a Corzo, de Cueva a Callens. Desde la utilería a la gerencia. Lo importante que es, en este país de precarias instituciones, fundar islas y alejarlas de la diaria mediocridad. Como este equipo del Tigre ha hecho.
Conviene decirlo hoy, antes del partido: todos los días en el Perú son grises salvo el día en que juega la selección. Por eso este lunes se suspenden clases en los colegios, hay camisetas en los trabajos en lugar de uniformes y ningún audio, WhatsApp ni nuevo ministro importa tanto como que, de 1 a 3 de la tarde, Perú juegue contra Australia.
Perú, es decir, todos. Los que crecimos como parte de aquella generación que nunca ganaba y quienes ahora gritan los goles que nosotros no pudimos. Al menos por un día.