Puede ser un lugar común decir que terminada la guerra con Chile el Perú quedó sumido en una crisis material y política. Pero fue en ese ambiente, a finales del siglo XIX, cuando surgió una etapa de Reconstrucción Nacional —como la llamó Basadre—, marcada por la aparición de los partidos políticos y por la explosión de una serie de movimientos sociales, que tuvieron en las calles y las plazas el medio ideal para hacer sentir sus protestas y júbilos.
Las manifestaciones populares se han multiplicado a lo largo de nuestra vida republicana: de los montoneros pierolistas se pasó a las protestas por las ocho horas de trabajo; y de ahí a los grandes mítines en el Campo de Marte o la Plaza San Martín. Muchos recuerdan la asonada de febrero de 1975 que terminó con la primera fase del gobierno militar del general Velasco. Y en el siglo XIX la más sangrienta de todas fue la de los hermanos Gutiérrez, quienes después de tomar el poder y asesinar al presidente Balta fueron muertos por una multitud enfervorizada en la plaza de Armas. A continuación, algunos momentos cuando las calles de Lima cobraron protagonismo.
Piérola: a la plaza
Surgió en la política a los 30 años como ministro de Hacienda (hoy Economía) del presidente Balta. Por su carácter vehemente y su intensa actividad política, Nicolás de Piérola puede ser considerado como el gran ‘caudillo’ de la historia republicana. Cuando le impidieron su ingreso al Congreso como diputado por Arequipa en 1872 hizo suya la frase: “cuando se cierran las puertas de la legalidad, se abren las de la violencia”. Tuvo ocasión de ponerla en práctica. En 1877 no dudó en apoderarse del monitor Huáscar, junto con un grupo de pobladores del Callao, e iniciar una travesía por los mares del sur, rebelándose contra el gobierno de [Mariano Ignacio] Prado y, de paso, derrotando a dos barcos ingleses, con la consigna de “liberar a América toda”. Después de esa lucha terminó preso en el Callao, pero su simpatía fue en aumento, al punto que el historiador Jorge Leguía lo calificó como “un ídolo popular que arrastraba multitudes solo con el imán de su nombre”.
En 1890 Piérola reúne 10 mil personas (una proeza para la época) en un desfile partidario disciplinado y organizado. La fuerza de su Partido Demócrata se pondría de manifiesto cinco años después, cuando se sublevó contra el inminente nuevo gobierno de [Andrés Avelino] Cáceres. En 1895, Piérola hizo su histórico ingreso a la capital por Cocharcas. El 27 de marzo El Comercio informó: “El señor Piérola avanzando a caballo se colocó al frente de sus soldados y con animoso acento les gritó que él no retrocedía y se haría matar penetrando al centro de la ciudad”. El enfrentamiento entre pierolistas y caceristas fue sangriento. Duró dos días y dejó alrededor de mil 700 muertos regados en las calles. En Lima se temía una epidemia por la descomposición de los cuerpos.
Ante la gravedad, Cáceres aceptó dimitir en virtud de “una transacción decorosa”, como escribe su amigo Luis Felipe Villarán. Se convocaron a elecciones, y unas 4 mil personas recibieron a Piérola en el centro de la ciudad. Cuentan que una joven lo ciñó con una corona de laurel a nombre del pueblo peruano. A pesar de estos elogios, el viejo caudillo no aceptó ser candidato a la presidencia. En un manifiesto pronunciado en julio de 1895, Piérola dijo con solemnidad que había cumplido su misión: fortalecer los partidos políticos, pues “ahora todos tienen los mismos derechos y las mismas garantías”.
Presidente secuestrado
El largo gobierno de Leguía tampoco estuvo libre de movilizaciones, asonadas y hasta de un hecho sorprendente: el secuestro del presidente por un grupo de conspiradores que, vaya coincidencia, estuvo encabezado por los dos hijos de don Nicolás de Piérola, Isaías y Amadeo, y por su hermano Carlos. En una actitud “alocada e insólita”, como la llamó Basadre, unos veinticinco hombres atacaron la puerta de Palacio a las dos de la tarde del 29 de mayo de 1909. El grupo mató de un disparo al centinela e hirió a otro, ingresando a la sala de espera. Al no encontrar resistencia, los insurgentes entraron al departamento presidencial, matando al edecán mayor Eulogio Eléspuru. Cuando abrieron la puerta de la habitación de Leguía encontraron a un sorprendido presidente y se apoderaron de él.
La idea de los golpistas era que Leguía firmase una dimisión, y aceptase transferir el mando al Ejército. Sin embargo, el plan falló por un detalle inesperado: el presidente se negó a firmar. Los conspiradores sin saber qué hacer con su ilustre prisionero no tuvieron mejor idea que sacarlo a la calle con la esperanza de provocar un levantamiento popular.
Basadre cuenta que el grupo avanzó sin mayores contratiempos hasta la plaza de la Inquisición. El cortejo era tan pequeño que alguien llevó a la oficina esta noticia: “Leguía se ha pasado y viene con un grupo de gente dando vivas a Piérola”. En la plaza volvieron a pedirle que firmara su dimisión, pero el presidente volvió a responder con una frase que se hizo famosa: “¡No firmo!”.
A pesar de que en las calles la gente parecía indiferente, un testigo acudió al Estado Mayor a dar cuenta de lo que ocurría. Al principio nadie le hizo caso. Gracias a su insistencia, el director de la policía y unos 25 hombres a caballo, llegaron hasta el lugar donde Leguía era rodeado por un grupo cada vez más numeroso de manifestantes. Hubo disparos y muertos pero el presidente salió ileso y los conspiradores huyeron. Con el pelo revuelto y la ropa desordenada, Leguía fue montado en uno de los caballos e inició el camino de retorno a palacio. Curiosamente esta vez sí recibió aclamaciones y vítores “en los mismos lugares donde antes encontró indiferencia, escarnio y abandono”, escribe Basadre.
El propio Leguía viviría años después momentos más dramáticos, que condujeron a su abrupta salida del gobierno en 1930.
Durante los primeros años de esa década se produjo en Lima una serie de hechos violentos que se recuerdan como los más trágicos del siglo. El escenario principal fue la Plaza San Martín. Las revueltas entre partidarios de Sánchez Cerro —quien gobernó entre 1931 y 1933— terminaban generalmente entre muertos, heridos y presos. De esta manera, a veces con violencia extrema, se incorporaron al debate político amplios sectores sociales de las capas medias y bajas de la población.
Durante el ochenio de [Manuel] Odría —a pesar de su drástico decreto ley de seguridad interior— y después de entrada la década del setenta, la capital vería las huelgas más largas de la historia, las cuales siempre acababan en violentas marchas, patrocinadas por centrales sindicales que reclamaban mejores condiciones de vida.
De la alameda al parque
La primera movilización popular más impactante del siglo XX fue la del domingo 26 de junio de 1904 cuando Lima presenció una manifestación demócrata-liberal que partió desde la alameda de los Descalzos y desfiló hasta el parque de la Exposición (hoy Parque de Lima). Basadre la describió como impresionante. La jornada auspiciada por Piérola (quien dio un discurso desde un coche) terminó en hechos violentos, cuando los civilistas irrumpieron con un homenaje público a su candidato, don José Pardo, quien, esa tarde, regresaba de El Callao. Ante los hechos violentos Piérola se retiraría de las elecciones de ese año.
Asimismo la primera huelga del siglo XX en Lima se produjo en abril de 1901, cuando los panaderos protestaron por sus bajos salarios. La ciudad no solo vio marchas de operarios con levita sino también fue sometida “al sufrimiento de tener que levantarse sin comer pan”, tal como lo señaló El Comercio de la fecha.
Otra manifestación importante en los primeros años del siglo se produjo durante el gobierno de Leguía en 1923, cuando el presidente propuso la consagración del Perú al Corazón de Jesús. La respuesta fue una revuelta estudiantil en La Colmena y el Parque Universitario. El abanderado de aquella revuelta era un joven desconocido de Trujillo: Víctor Raúl Haya de la Torre. Pero esa es ya otra historia.
El mito del bandolero en el sillón
En una de sus tradiciones más celebradas, Ricardo Palma cuenta la historia de León Escobar, un negó cimarrón que tomó por unas horas el sillón presidencial, allá por 1835, durante la rebelión del general Salaverry contra el presidente Orbegoso. Debido a lo difícil de los tiempos, Lima quedó sin fuerzas públicas, situación que fue aprovechada por el bandolero para tomar la ciudad. León Escobar y su grupo de secuaces pidió cupos al cabildo, y en un acto de audacia se sentó en el sillón de Pizarro.
Sin embargo, esta célebre tradición no ha sido corroborada por la historia. Héctor López Martínez dice que no existen testimonios que comprueben el hecho. Uno de los que más ha investigado el tema, don Alberto Tauro del Pino, tampoco llegó a comprobar la veracidad del ingreso de Escobar a Palacio, una historia que ha quedado solo en la memoria de la tradición y la memoria popular.
Enfoque
Este artículo se publicó en el contexto de las masivas movilizaciones desarrolladas en Lima durante los días 27, 28 y 29 de julio del 2000. Las marchas se realizaron en protesta por la tercera elección consecutiva de Alberto Fujimori, tras un proceso electoral denunciado como fraudulento.