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Mientras en Europa se vivía la antesala de la Primera Guerra Mundial, con la guerra ítalo-turca que iban ganando las fuerzas de los bersaglieri y los alpinos; en el Perú, más bien, se vivía una historia de posguerra, con los peruanos que aún residían en las zonas conquistadas por las fuerzas chilenas luego de la Guerra del Pacífico (1879-1883). Pese a los años transcurridos, Tarapacá, antiguo territorio peruano, pero ya parte de Chile tras la firma del Tratado de Ancón (actual región de Tarapacá), vivía todavía un doloroso conflicto. Era un conflicto de identidad, en el que centenares de tarapaqueños, nacidos como peruanos no querían pertenecer a la nación chilena.
Había mucho sufrimiento de por medio, muchos maridos, padres e hijos tarapaqueños muertos o heridos en combate durante la también llamada “Guerra del Salitre”. Todo ello impedía que esta población peruana se asimilara al país invasor, pese a la enorme campaña de “chilenización” que llevó a cabo el estado sureño sobre ese territorio, al igual que en Arica y Tacna (antes peruanos) que también ocupaban. Por ello, el éxodo de numerosos tarapaqueños y ariqueños se convirtió en la noticia de ese tiempo. Especialmente en diciembre de 1911, cuando la marcha de los peruanos del sur a Lima fue un hecho sin precedentes históricos.
EL VAPOR ‘OROPESA’ Y EL REGRESO DE LOS COMPATRIOTAS DEL SUR
Desde Iquique, capital de Tarapacá, habían llegado las noticias al diario El Comercio de que un buen número de ciudadanos habían abordado hacía unos días el vapor ‘Oropesa’ con dirección a Lima. El 5 de diciembre de 1911 llegaron al Callao y se marcó así el inicio de un nuevo ciclo de retornos de los compatriotas tarapaqueños, que deseaban estar en la capital peruana antes de las fiestas de fin de año. Fueron escenas muy conmovedoras las que se vivieron en esos días.
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El corresponsal del diario decano en el puerto chalaco dio cuenta de la llegada del ‘Oropesa’, en las primeras horas del día; según pudo estimarse eran unos 250 compatriotas. Esa misma mañana, a las 10, alrededor de un centenar de estos “peruanos de Iquique”, como se les llamó entonces, tomó un convoy extraordinario del Ferrocarril Central con dirección a Lima, trayendo dos bodegas repletas de equipajes.
Los refugiados llegaron a la ‘Estación de Desamparados”, y allí los recibieron dos encargados del gobierno de Augusto B. Leguía (1908-1912), su primer gobierno antes del ‘oncenio’ (1919-1930). Los funcionarios Guillermo Gensollén y Arias Culler los atendieron, y pudieron escuchar sus testimonios.
Según El Comercio (edición 06/12/1911), “muchos de aquellos de nuestros compatriotas han venido acompañados de su familia, con las pocas prendas de uso personal que han podido salvar del pillaje chileno”. Por su lado, por orden de la presidencia de la República, el Estado Mayor General del Ejército dispuso el alojamiento y la comida para los refugiados, en las instalaciones del Cuartel de San Lázaro, en el Rímac, que estaba preparado para admitir hasta 800 personas.
Pocas horas después, una delegación de los repatriados de San Lázaro pudo ingresar a Palacio de Gobierno y conversar con el presidente Leguía, quien preocupado por su futuro inmediato les aseguró que se ocuparía de darles trabajo. Si bien los tarapaqueños que llegaron al Cuartel San Lázaro fueron 100 en total; quedaban otros 150 en el puerto.
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El cronista del diario El Comercio tuvo así la oportunidad de conversar directamente con estos hombres y mujeres de Tarapacá que permanecieron en el Callao; supo de primera mano que habían sido maltratados por la población chilena, sin que las autoridades locales pusieran un límite a esos vejámenes.
La vida en Iquique era insostenible para aquellos compatriotas que decidieron volver al Perú. Los atropellos constantes hicieron complicada la convivencia con los ciudadanos chilenos que se ubicaron en esa provincia tras la guerra. Las ásperas relaciones entre los gobiernos, debido al frustrado plebiscito de Tacna y Arica –cuya infructuosa ejecución venía desde fines del siglo XIX-, agudizaron la vida de los peruanos en esa provincia.
El cronista contó así uno de los casos más lamentables: “Nos refirió uno de los repatriados que antes de partir de Iquique, un grupo como de diez jóvenes peruanos se presentó donde el intendente para pedir garantías porque habían recibido una carta en la que se les amenazaba con asesinarlos si no salían de allí; y por toda respuesta se les arrojó a culatazos en presencia de aquella autoridad sin que impidiera el atropello”.
En el Callao, donde estaba el mayor número de refugiados, se dispuso que sean alojados provisionalmente en el Cuartel del Arsenal, donde personas como el jefe de Artillería de Costa, el Teniente Coronel Edgardo Arenas, trabajó para que no les faltara el ‘rancho’ en los locales donde estaban alojados.
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Los tarapaqueños recibieron una ayuda efectiva de la ‘Sociedad Protectora de Repatriados del Sur’, la cual coordinó en los sectores del comercio, con fábricas y haciendas para que los emplearan en los servicios que podían ofrecer. Así, el público de Lima y Callao pudo saber que los rescatados podían ejercer oficios como el de “empleados de escritorios, electricistas, maquinistas, fogoneros, joyeros, sastres, zapateros, peluqueros, ebanistas, albañiles, relojeros, encuadernadores, tipógrafos, litógrafos, así como estibadores, lancheros, agricultores, peones, cocineros y domésticos, todos ellos con buenas referencias”. (EC, edición 06/12/1911).
Luego se precisó la noticia: no solo provenían de Iquique los peruanos del sur, también lo hicieron de zonas contiguas como Pisagua e incluso Arica. Se supo algunos nombres de los registrados: Fernando Benavides, Victorio González, David Delgado, Augusto Valencia y Esther M. de Barrón, eran parte de ese numeroso grupo de refugiados nacionales.
Entre los gestos más sobresalientes y admirables de algunas instituciones de Lima por ayudar a los recién llegados, estaba el de la Compañía de Bomberos “Perú Nº1″, la cual en su sesión de junta general “acordó recibir en su seno a todos los repatriados que hubiesen pertenecido a bombas peruanas en el sur, exonerándoles del pago de inscripción y cotizaciones”, indicó el diario decano.
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CAMPAÑA DE EL COMERCIO: EL PERU APOYÓ A LOS REPATRIADOS DE TARAPACÁ
En los días siguientes, desde el arribo a Lima de ese nuevo grupo de ciudadanos de Tarapacá, varias instituciones y empresas se pusieron de pie para atender las necesidades inmediatas de los rescatados del sur. Los repatriados que se quedaron en el puerto chalaco recibieron la ayuda de la Cámara de Comercio del Callao (CCC), que los apoyó con algo vital: trabajo.
El Comercio había iniciado el mismo 7 de diciembre de 1911, a los dos días de la llegada de este primer grupo, una campaña de solidaridad con ellos. Los tarapaqueños no querían ser mendigos en su propio país, por eso pidieron trabajo para ganarse la vida.
El vicepresidente de la CCC, José Luis Villarán, informó a la prensa de las gestiones en procura de dar trabajo, en un primer momento, “a los obreros peruanos recién llegados”. Crearon un registro de los postulantes, el que luego sería distribuido con la recomendación de la Cámara de Comercio a las “fábricas, empresas mineras y agrícolas y demás entidades industriales que necesitan braceros”. Y algo muy importante: la Cámara especificaba el monto del jornal que se les debería pagar.
Asimismo, desde la gerencia del Ferrocarril Central se preguntó a la Fundición de Casapalca, “cuántos repatriados podía admitir”; El Comercio detalló que esta empresa les contestó que “podían ir hasta 300, siempre que supieran trabajar en minas” (EC, edición 08/12/1911).
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La campaña del diario decano prosiguió y logró que otras empresas e instituciones nacionales asumieran su responsabilidad social en este delicado tema. No fue una tarea fácil hallar a las personas capacitadas para trabajos específicos, en medio de un gran número de gente. Y es que el trato debía ser provechoso tanto para los trabajadores como para las empresas e instituciones, cuyo fin era el progreso y la productividad finalmente.
No obstante, el diario marcó una posición: el caso de los compatriotas de Tarapacá era un asunto “moral” y “sociológico”. Era moral porque era necesario esforzarnos como sociedad para darles una nueva oportunidad a esos peruanos que debían empezar de cero; y sociológico porque había que “orientar” esta ola migratoria hacia “el normal funcionamiento económica de la sociedad” (EC, edición 08/12/1911).
Abrirles el espectro hacia el campo, hacia el trabajo rural, era también importante en la medida que se buscaba un equilibrio económico para el país. Así era la visión de esos años: el trabajo eventual o precario en las ciudades “podía convertirse en causa de perturbaciones colectivas”. Y es que, al ser un trabajo eventual o temporal, todo acababa al concluir la obra o proyecto. La angustia del desempleo no acabaría para estos repatriados del sur.
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La idea de convertirlos en colonos, es decir, en familias encargadas de lotes de tierra, era una opción atractiva; de hecho, muchas familias tarapaqueñas lo asumieron como una posibilidad real. En esa medida, se buscó que empresas que trabajaban en el interior del país también apoyaran a la necesidad laboral de los recién repatriados.
Estas ideas de cómo afrontar y eventualmente solucionar el problema de los repatriados del sur no eran parte de un “juego retórico” sino de la pura realidad. Sobre todo, porque los compatriotas que huían prácticamente de sus hogares fueron aumentando; familias completas dejaban no solo Iquique (Tarapacá) sino también Arica, que ya vivía una dura “chilenización”.
Una de las últimas “expediciones” de fuga al norte, hacia el Perú de ese año, fue la que se dio el 27 de diciembre de 1911. Un hecho recordado aún por muchos, por ser el gran “éxodo” que devolvía al Perú, en una sola fecha, a unos 1.300 compatriotas que buscaban rehacer sus vida en Lima, en el Callao o en cualquier parte del territorio nacional.
El vapor noruego ‘Viking’, contratado por el Estado peruano, traería a ese inmenso grupo de gente. El famoso “Malecón Figueredo” estaba repleto de chalacos acostumbrados a ver llegar, en las últimas semanas, a barcos con familias enteras del sur; peruanos como ellos que solo buscaban un lugar donde vivir, trabajar y ver crecer a sus hijos.
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Desde la madrugada de aquella jornada se sabía que el barco nórdico se estaba aproximando a la costa chalaca. Entonces, el jefe de la estación sanitaria, el doctor Reinoso, y el prefecto del Callao, el señor Velarde, debían de ver un tema serio: la migración del sur imponía una serie de medidas sanitarias.
Este problema no se había previsto demasiado con los primeros barcos, pero ya a esa altura de las ideas y venidas de los vapores del sur era evidente que se corría un riesgo, puesto que las zonas limítrofes con Chile eran conocidas como lugares “endémicos de la viruela”.
Entonces, cuenta El Comercio, se debió pensar en un proceso de vacunación breve y eficaz. Y esto debía hacerse en el propio ‘Viking’, antes del desembarco. Por eso las dos autoridades convinieron en destacar a un grupo de médicos. A la cabeza iría el doctor Reinoso, por supuesto, y estarían también “los doctores Delgado, Figueroa y Berninzon, tres facultativos del dispensario de salubridad”; asimismo, dos médicos de la policía, “los doctores Moreno y Beraún”; y, finalmente, un médico de la provincia del Callao, “el doctor Cárdenas”.
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Al lado de los seis valerosos galenos y el doctor Reinoso, se trasladaron al ‘Viking’ un grupo de empleados sanitarios colaboradores que llevaron todos los elementos necesarios para vacunar a los más de mil repatriados que llegaban en el vapor noruego. El barco estaba ya “fondeado en la rada exterior más allá del dique”.
El capitán del navío extranjero los recibió aliviado. El doctor Reinoso tomó el mando de la nave por unas horas. Lo que más recomendó el galeno fue establecer un orden en la vacunación general de los pasajeros. “Con este objeto se colocaron los médicos en un estrecho pasaje de la segunda cubierta, lanceta en la mano, y empezó el desfile de pasajeros a los que, con la rapidez de la práctica profesional, se les iba vacunando uno a uno”, decía El Comercio.
Los repatriados estaban tan contentos de llegar a Lima que colaboraron alegres y optimistas con los médicos vacunadores. Pasaron hombres, mujeres, niños, de todas las edades. Esa actitud colaboradora permitió que en algunas horas (ese mismo día, en la tarde), las más de mil personas estuvieran vacunadas.
Por su lado, el cronista del diario decano hizo su trabajo: subió a la nave para verificar el proceso sanitario, y allí no pudo evitar observar las condiciones en que viajaban estos compatriotas del sur. La alegría de la gente de Arica e Iquique no ocultaba el desorden y la falta de limpieza en el que viajaban. Ellos comían y dormían en la cubierta de ese barco de carga.
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“Era un verdadero campamento al aire libre. Había que abrirse paso a fuerza de codos, cuidándose de no resbalar en el piso, cubierto de una capa con los residuos grasosos de las comidas; de mondaduras de papas y de cebollas y de ese todo característico en las naves que transportan de cualquier suerte, grandes cantidades de hombres”, describía El Comercio.
Las familias peruanas que llegaron en el ‘Viking’ se hacinaron en las esquinas, en los ángulos con lo poco que pudieron salvar de sus casas: colchones, ropas, catres, baúles, maletas, viejas cocinas y hasta máquinas de coser hacían pequeñas montañas con la gente encima o al lado... Todo valía para ellos. La prensa supo que comían escasas raciones de arroz y frejoles, y que la mayoría lucía exhausta aunque feliz por tocar tierra firme, luego de seis días de navegación desde el sur, en el límite de la patria.
“La capitanía dispuso que ningún bote fletero se aproximase al ‘Viking’, mientras duraba la visita sanitaria”, informó el diario decano. Mientras esto terminaba de ocurrir en aquel barco humanitario, en el Malecón Figueredo del Callao unas mil personas, la mayoría antiguos repatriados, esperaban impacientes con la escarapela nacional en la solapa del saco.
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Alrededor de las cuatro de la tarde se terminó de vacunar a los ocupantes del navío, pero ya desde antes la gente saludaba desde los bordes del barco a los otros repatriados que los recibían con el grito de “¡Viva el Perú!, ¡Viva el Perú!” desde el muelle. Pronto se fundieron todos en un largo abrazo.
Así fue la llegada de ese último barco de 1911, con gente de Tarapacá y Arica abordo. Ellos representaron las últimas consecuencias de una guerra que había finalizado 28 años antes, pero que aún entonces dolía en el alma.
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