NO ME ARREPIENTO
Cuando tenía catorce años mis padres me inscribieron en uno de esos retiros católicos para adolescentes en la Iglesia San Francisco de Borja. De esos dos días de reconocer errores y hacer terapias grupales para exorcizar a nuestros demonios juveniles, lo mejor fue conocer a la que sería por años mi mejor amiga: Gisela. Su familia me acogió como a la nueva mascota de la casa. Todos, menos Mirella, la tercera de sus cinco hermanas. Me tuvo celos durante años hasta que una noche me la encontré en un concierto de Mar de Copas en la de Lima. Yo estaba con mi grupo de amigos: cuatro chicos con los que había parado los dos últimos años de comunicaciones; uno de ellos era mi novio, Héctor. Teníamos ese tipo de amistad con juramentos de eternidad de por medio y todo. Estábamos planeando nuestro viaje a Cusco para Fiestas Patrias cuando se apareció Mirella, que era mayor que nosotros (como cuatro años, que, en esa época eran como diez), nunca había tenido enamorado y estaba desesperada por encontrar uno. Lo que encontró fue carne fresca y se apuntó al viaje.Borrachos una noche en el Kamikaze de Cusco, Mirella se agarró a César, el típico tímido y buena onda del grupo. Y desde ese día, el acoso no tuvo límites. Ya en Lima, ella iba con nosotros a cada concierto de Mar de Copas, a los Gorilas Amarillos, a Bauhaus, a La Noche, adonde fuera, con tal de ver a César y acorralarlo a besos cuando ya estaba ebrio. Ya todos sabíamos que él no quería nada con Mirella, todos menos ella; y él, por su carácter bonachón, jamás se lo diría. A mí, la verdad me daba vergüenza siquiera hablar del tema porque, además de ella, su familia también confabulaba para que César fuera el nuevo integrante del clan. Y cometí el error de no hacerlo nunca.
El último día de clases quedamos en ir a la Barra, un sitio donde siempre chupábamos porque el dueño trabajaba en la facultad y la chela era barata. Mirella nos llamó con varios días de anticipación para ir, pero queríamos estar solo los de la promoción y la choteamos.
En plena tranca escuché una canción de Christina y los Subterráneos (que nunca me gustó, pero que hasta ahora trae a mi mente esa noche) y me dio pena por la letra. Salí del bar y me senté a fumar apoyada en uno de los autos. Estaba confundida, mi relación con Héctor se había enfriado desde hacía meses y pensaba que solo éramos dos buenos amigos que tenían sexo cada tanto. Me sentía mal porque Héctor siempre fue bueno conmigo y los dos años que estuvimos juntos nos divertimos mucho; además, él me amaba. Años después mi terapeuta me dijo que fue la única relación con saldo positivo que había tenido en toda mi vida.
César salió a buscarme por encargo de Héctor, quien lo había mandado a ver si yo estaba bien. Yo le iba a responder cuando en un rápido movimiento acercó su cara a la mía y me besó. Ni siquiera traté de detenerlo porque la sorpresa no me dejó moverme. Me dijo que me amaba con pasión desde hacía un año y que por fin tenía el valor de confesarlo. Yo seguía perpleja. Nunca me había dado cuenta. Volvimos a entrar y el resto de la noche César se sentó a mi lado. No voy a negar que después de escucharlo decir tantas veces “te amo” me hizo mirarlo con otros ojos.
Héctor y yo terminamos al poco tiempo. Pero seguía llamándome todos los días, igual que César. Estaba a punto de volverme loca y una noche de desahogo cometí el gran error de contarle a Martín, que le contó a Pepe lo que César me había confesado. Ahí comenzó el culebrón de telenovela venezolana. Héctor buscó a César para enfrentarlo. Mis otros dos amigos trataban de hacerse los locos para no entrometerse. Mirella sospechaba que algo pasaba y cuando se enteró por Héctor, inmediatamente ella y toda su familia me quitó el habla. Yo estaba preocupada por todo, especialmente por lo que podría pensar Gisela. Fui muy inocente al creer que esto no traería consecuencias. La única vez que me contestó el teléfono me dijo que las cosas que comenzaban torcidas terminaban igual y una sarta de cosas de las que solo recuerdo de una: que la vida me las haría pagar.
Héctor también me dejó de hablar y le dijo a todo el mundo que yo era una puta. Sus mejores amigos me voltearon la cara más de una vez. Me sentí culpable por mucho tiempo por hacerle daño a Héctor, pero no dejé de salir con César hasta terminar enamorándome de él.
La relación duró dos años. Uno fue muy feliz, el siguiente no. Éramos la típica pareja de enamorados de cine y parrillada familiar que terminaría casada algún día. No me gustaba ese tipo de vida, pero todos esperaban eso de mí. Terminé con él poco antes de nuestro segundo aniversario. Ah, sabía que su mamá había escogido mi anillo de compromiso.
Ahora miro para atrás y no sé qué cara poner cuando me entero que César, Héctor y Mirella se han casado o han tenido otro hijo con sus esposos. Me da risa todo ese drama que se armó y lo mal que me sentí por años pensando que había traicionado al mundo entero.
Trece años después no me arrepiento de nada. Como dice Alaska, volvería a hacerlo.