¿Qué será de tu vida, Ignacio?
MI PRIMER AMOR FUISTE TÚ.
En 1981 se formó Siniestro Total –cuando no tenía idea de que años más tarde me iba a gustar-, mi papá nos llevó al cine a ver Carros de Fuego e Indiana Jones en busca del arca perdida, escuchaba en la radio del Fiat de mi mamá Bette Davis Eyes de Kim Carnes, Whip it de Devo, Woman de John Lennon y un montón de REO Speedwagon, y me enamoré por primera vez de mi compañero de carpeta en el colegio: Ignacio Donoso.
Hasta ese momento, mis máximos amores platónicos habían sido Miguel de la primera promoción de Menudo y Terry de Candy, Candy; nadie de carne y hueso. Me he dado cuenta haciendo un rápido recuento mental, que todo comenzó como siempre en mi vida, cuando menos me lo esperaba. Un buen día, Miss Nina hizo una mezcla de sitios en el salón de clase, supongo que a raíz de alguna intención pedagógica, para que -como se trataba de un colegio mixto- nos sintamos cómodos los chicos con chicas y viceversa; y terminé sentada al lado de un chico. Yo, que me reconozco tímida a mis 34, a los 8 ya pueden imaginarse lo que era. Pero siempre, el amor puede más. En mis recontra chupadas, inocentes pero frecuentes ojeadas al compañerito de carpeta, me fui fijando en él. Con mucho esfuerzo puedo recordar ahora esos detalles, pero aún puedo ver su brazo bronceado a mi lado con unos resplandecientes vellos rubios salir de la manga gigante de la camisa blanca del uniforme, su cartuchera del increíble Hulk, una voz –que aunque suene imposible- recuerdo como bonita y un rostro que ya no distingo con claridad, pero que hacía que mi corazón infantil se acelerara a unas velocidades imposibles.
Ignacio y yo compartimos más de lo que ustedes pueden imaginar, hicimos juntos un –literal- experimento. Como nos sentábamos juntos, nos obligaron a compartir un vaso de vidrio donde pusimos la semilla de un frejol en una camita de pedazos de algodón y lo mojamos todos los días para ver crecer a esa plantita que para nuestro asombro fue creciendo. Era lo máximo ver nuestro vaso en el borde de la ventana que daba al jardín con una etiqueta que decía: Bisso-Donoso. Si siempre odié el colegio, creo que esos fueron los días más felices que pasé ahí. Pero como la felicidad no es eterna, una noticia remeció mi interior. Los padres de Ignacio eran chilenos y regresaban a su país con el hijo, claro. Seguro esa fue la primera vez que sufrí por un chico, bueno, mejor dicho, niño. Y me puse como meta, el quedarme con algo de él, un souvenir para recordarlo cuando no estuviese. ¿Pero qué demonios podía hacer? Solo tenía ocho años y ni siquiera lo miraba, menos me atrevía a hablarle.
Sin embargo, ocurrió un milagro. En la clase de lenguaje, la profesora nos pidió intercambiar los exámenes con nuestros respectivos vecinos, así que yo corregí la prueba de Ignacio y él la mía. Cuando me la devolvió, me di con la sorpresa, no de que había sacado un veinte -yo siempre sacaba veintes- sino que había una firma en letra corrida al final del papel con su nombre. En ese momento no mostré una pizca de la emoción que me rebalsaba. Guardé el examen con cuidado dentro de un cuaderno y apenas llegué a mi casa lo puse dentro de la cajita de música, que hasta ahora conservo, donde guardaba mis cosas más preciadas, que en esa época eran algunos stickers de Sarah Kay, unos aretes que no podía usar porque no tenía huequitos en las orejas (me los hice yo sola a los trece) y una foto de mis papás con una pinta de hippies increíble.
Solía darle cuerda a la caja, escuchar la música que hacía dar vueltas a la muñequita con traje de ballet y mirar como dos mil veces cada check de tinta de roja que Ignacio había marcado después de cada respuesta acertada y finalmente, su firma, sobre la que pasaba mis dedos como si lo acariciara a él. Cosa que, aún a solas, por el solo hecho de imaginarlo, me llenaba de rubor.
Pero como siempre pasa, la realidad no se puede evitar. Había una fiesta de despedida en la casa de una compañera de clase que tenía una casa enorme con un jardín más grande todavía en Casuarinas. Una fiesta es un decir, era un hibrido entre un cumpleaños infantil y una reunión de adolescentes. Desde que llegué, no me separé de mi eterna mejor amiga Rosanna. Ignacio no estaba por ningún lado. No quería hablarle, no podía. Tampoco despedirme. Solo quería verlo. Pero lo que vi fue a otra chica de la clase corriendo hecha una mar de lágrimas por el jardín y a mi primera ilusión corriendo tras ella. Yo, por supuesto, no entendía nada. Solo sentí una punzada en el pecho que me dolió. Al poco rato, mis padres me recogieron.
Todo el camino de regreso estuve callada, cosa que era normal en mí. Fuimos al cine, pero no recuerdo qué película vi y tampoco disfruté de la copa de fresas con crema chantilly que siempre pedía de postre en la Pizzería Italia. Solo quería regresar a mi casa, encerrarme en mi cuarto y abrir mi cajita de música. Pero ya no fue lo mismo. Aun así la conservé por años. Seguro hasta la llegada de mi primer novio, Marcelo.
Me han dado ganas de ver la cajita que está en lo alto de mi estantería de libros. La he abierto y está vacía. Pero Ignacio Donoso se ha quedado dentro de los cuadrantes de mi memoria. Es improbable, digamos imposible, que él llegue a leer este post, y menos que me recuerde, y jamás de los jamases, que en el pasado se diese cuenta que, más de una vez, hizo suspirar por primera vez a una niñita a la que su madre no le ponía ganchitos en el pelo.
Igual ahora, me ha dado curiosidad. ¿Qué habrá sido de tu vida, Ignacio?
Canción para recordar con inocencia
Escucha aquí un extracto de “Terrible angels” de Cocorosie
Estos son dos colegiales que tuvieron de su lado al azar (y que luego, se convirtieron en amantes)