La mala reputación
¿QUIÉN LE TEME A LAS MALAS LENGUAS?
Estaba almorzando con un par de buenas amigas un día de trabajo bastante agitado para todas, así que tuvimos que ser rápidas y concisas al momento de ponernos al día. Cuando tocó mi turno (detalle: de las tres, soy la única que no tiene novio), les conté que había tenido la salida número dos con un chico al que conocía por años, pero con el que sabía que no tendría nada más que lo que tuvimos hasta la madrugada de ese día. Entre risas una exclamó: ¡qué puta!, mientras la otra dijo: bueno, está bien que seas puta, todas hemos sido putas, pero mejor que nadie se entere, porque ya sabes, la gente habla.
Yo le di una mordida más a mi triple clásico (palta, tomate y huevo) y pensé: ¿en qué momento me convertí en una puta que juega a las escondidas?
Quisiera saber primero, ¿qué es exactamente una puta en el lenguaje de las buenas amigas? y segundo, si en verdad soy una puta (en el sentido que nosotras le atribuimos a esa palabra), ¿lo soy por serlo o por contarlo? La respuesta es simple. El temor a la mala fama es directamente proporcional a la hipocresía.
Hay algo que siempre me ha molestado: los chismosos profesionales. Detesto a las personas que van regando vidas, chambas, círculos de amigos y hasta las orejas de completos desconocidos de, muchas veces gratuitas, cuotas de hiel, bilis, mala onda, envidia y mentiras. Y aunque no me voy a declarar inocente de haber rajado de uno o de muchos/as, o de haber oído con atención morbosa lo que alguien tenía que decir acerca de alguien, la cuestión es: ¿cuánto de lo cierto o falso que decimos o escuchamos de alguien, inocente o culpable –qué más da, finalmente–, afecta para bien o mal no la reputación, sino a la persona misma?
Recuerdo dos cosas terribles de distintas etapas de mi pasado. Cuando tenía trece años, mi primer ex-novio (habíamos terminado el año anterior) coincidió en unas clases particulares de matemáticas con un chico de mi promoción del colegio. Resulta que ese resultó ser más bocón que el otro (al que le debo un lapo por cada lágrima que me hizo soltar en mi uniforme plomo) porque le contó a otros chicos de la clase sabe Dios qué cosa, porque de pronto me empecé a sentir incómoda por algunas miradas, comentarios y nada asolapados chistes de un contenido sexual que a esas alturas de mi vida ni entendía. A esa edad, qué iba saber yo sobre cómo una relación de unos enamoraditos pre-adolescentes, cuyos contados besos en los labios (la lengua estaba fuera de contexto) son el máximo hit, podrían llegar a formar tal bola de nieve que yo, las más chupada, la lorna declarada del salón, terminé siendo una niña “fácil” para ciertos babosos de uniforme escolar.
Felizmente muchos niños tuvimos padres que nos protegieron, porque una tarde regresé a mi casa llorando y entre mocos le conté a mi mamá, además de toda la historia, que no quería volver a ir a colegio porque a la mitad de una clase de inglés otro grandulón, que se sentaba detrás mío, había estado jalándome las tiras del formador (ni siquiera tenía relleno para un sostén). Después de ese día, me sentaba con miedo en la carpeta, pero éste cedió al darme cuenta de que nadie me volvió a molestar. Nunca me enteré del motivo hasta varios años después, cuando mi madre me contó que al día siguiente de mi avergonzada “confesión” ella había ido a hablar con el director hecha una furia y este, había hablado no sólo con el clan de los abusivos de segundo de media, sino con sus padres.
Sin embargo, aunque recordar este episodio me hace sentir orgullosa de mi madre y odiar un poco a esos mocosos estúpidos (que ojalá estén cuidando mucho a sus hijas para que no les pase lo mismo), ni los padres ni nadie te van a proteger por siempre. Cuando el tiempo pasa y las situaciones se repiten, esa chamba es ahora de uno mismo.
Como siempre, me remito a los hechos. Cuando dejé a mi novio de la universidad (por falta de amor de mi parte, y se lo dejé bien claro) y al poco tiempo estuve con otro chico de nuestro mismo grupo, sabía que le iba a hacer daño. Lo que no esperé, ni me imaginé, fue que el despechado de la historia le fuera a contar a todos nuestros amigos y conocidos que yo era una P-U-T-A. De pronto, no entendía por qué algunos de ellos me dejaron de hablar de la noche a la mañana y otros de arranque me voltearon la cara o me miraron de arriba abajo más de una vez. Sin embargo, como siempre digo y pienso, la vida es circular. A los dos años, mi ex y yo, nos amistamos, nos pedimos perdón por las heridas del pasado, volvimos a parar juntos y fuimos amigos por muchos años (creo que lo seguimos siendo de alguna forma, aunque no nos vemos ni nos comunicamos con mucha frecuencia). A los solidarios que pusieron la letra escarlata sobre mi pecho, no les quedó otra que volver a saludarme pasado un tiempo. A ellos los podré saludar y de hecho los saludo si me los cruzo, porque los años de por medio borraron lo que ahora serían absurdos resentimiento, pero eso sí, jamás volverán a ser amigos míos. A una no la putean por las puras.
Tiempo presente. Hace unos días, un nuevo amigo me preguntó si tenía una amiga a quién presentarle. Al toque se me ocurrió el nombre de una buena amiga soltera que según yo, era perfecta para él, y se lo dije. El sonrió como señal de aprobación. Lo curioso fue que una semana después me llamo a decirme que me olvide del asunto porque le habían contado que “esa chica” (hasta su nombre se había vuelto impronunciable) tenía mala fama. Ni siquiera se me ocurrió preguntarle, cuándo, cómo, dónde, se había enterado de esa información sobre mi amiga. ¿Para qué? Si podía sacar conclusiones así de tajantes sin conocerla, preferí no ahondar en el territorio de las malas lenguas, en el que el efecto acción-reacción es fulminante e inmediato (mi amiga paso de ser “voy a salir con fulanita” a “con esa zorra no salgo ni muerto”), y en el que un comentario más lo único que hace es atizar la fogata.
Pero si hay algo que es grave en todo esto, es que el miedo a que otros hablen “mal” nos hace vernos obligadas a fingir, a veces, como un necesario instinto de supervivencia o un temible comportamiento causa-efecto. Sin embargo ¿quién quiere vivir fingiendo todo el tiempo? Yo no. Lo hice, sí, y muchas veces, pero la verdad hace tiempo mis esfuerzos apuntan a dejar de hacerlo por completo.
No voy a hablar por todas, sino por muchas de nosotras. Si ya fingimos modales (y moral) de niña buena para ser candidatas a las perfectas enamoradas, si fingimos tallas, medidas y estaturas para captar una superficial atención ajena, si fingimos personalidades enteras para pretender ser la inteligente, la buena onda, la sensible, la invisible, la noble, la cague de risa, la artista, la chica de su casa y un exhausto etcétera, si fingimos orgasmos (Esther Vargas en su último artículo asegura que la estadística es del 50%), si adoptamos gustos que están bien lejos de ser los propios para gustarle a los demás y si pretendemos armar una personalidad que no tenemos, para ser aceptadas, ¿estamos más cerca de ser buenas actrices y modelos de Wonderbra reales e imaginarios, que de ser personas de carne y hueso?
Basta una salpicadita del agua de la realidad para que el inocente Gremlin social que tanto esfuerzo nos cuesta representar, se convierta en el Critter que todos llevamos dentro y que ocultamos por miedo al qué dirán, salga a la luz. Somos lo que somos, y en el territorio íntimo de las emociones, no lleva mucho tiempo ser descubiertos. Entonces, no se hagan los sorprendidos si alguien se espanta; pero no por ser un Critter, sino por mentir. Si fingimos, ¿cómo vamos culpar a alguien por tacharnos de mentirosos?
Dicen que nadie sabe lo que ocurre tras puestas cerradas, que los trapitos sucios se levan en casa y que siempre hay tierrita debajo de la alfombra de cada uno. Creo que en la sociedad del silencio en la que cohabitamos, esto puede significar dos cosas: que uno puede hacer lo que le venga en gana pero (ojo, gran pero) sin que nadie se entere (cuidadito, ahí), y por otro lado, que nadie puede dar por sentado quién es alguien en realidad sin conocer quién demonios es. Yo voy por lo segundo a ojos cerrados.
Mi tablita de cuentas de lo que hice o dejé de hacer hasta el momento, las resolverá la calculadora de mi conciencia, así se trate de astillas o vigas. Para juicios y sentencias, está el espejo del baño. Y para mayor confiabilidad, están las encuestas casi siempre favorables de las personas que te conocen en verdad, que saben quién eres, te quieren por lo que eres (y por lo que no eres), que te cuidan y a lo más te sobreprotegen de rato en rato, te aconsejan de vez en cuando, pero no te juzgan. Jamás.
Canción para fingir que somos nosotros, ni más ni menos.
Excelente escena donde la Condesa Glenn Close le cuenta con absoluta frialdad a Valmont Malcovich como aprendió a fingir por estar condenada a su condición de mujer. Felizmente vivimos en otra época (la mayor parte del tiempo), sino hace rato que varias cabezas se hubiesen perdido (y no por un hombre).
Y para los rajones tercos, hay personas que, como dice esta canción, “tienen diamantes en el interior”. Se la dedico a mis dos incondicionales amigas amantes del bubble tea y, en especial, a alguien que me deseó felices pascuas el domingo.