Ambigüedad vs. Romance
¿EN DÓNDE ESTAMOS EXACTAMENTE?
El fin de semana anterior salí dispuesta a confirmar mis supuestas teorías sobre la muerte del romance; de paso era una buena excusa para ver a un grupo de amigas a las que no veía juntas desde hacía un tiempo. Qué mejor lugar que una fiesta. Aunque mi observación participante se limitó a bailar y hablar con gente, no pude evitar confesarles a mis amigas un secreto que tenía por ahí bien guardado. Yo también vivía una historia fácilmente clasificable en el file de las relaciones ambiguas. Después de darme la bienvenida al club “A”, comenzó esa infernal noche.Como a las diez de la noche, tres de las cuatro estábamos reunidas en mi casa tomando cerveza, escuchando los grandes éxitos de Michael Jackson. La cuarta estaba en camino de regreso de la inauguración de una exposición en una galería, adonde había ido no solo a apreciar el arte, sino a algo más puntual. El chico que le gustaba hacía meses era parte de esa colectiva de pintura. Es increíble todo lo que puede pasar en un mes o dos sin ver a esas incondicionales amigas de las que te alejas sin querer por tener horarios tan largos, nuevos patas o historias de amor (o terror) que te borran del panorama social un tiempo.
La primera había reiniciado un nuevo capítulo con un fotógrafo que en el pasado le gustaba mucho. Él tenía novia ahora, así que “relación” es mucho decir. Se veían general y esporádicamente cuando él la llamaba o pasaba por su casa. Pero ese capítulo pasó de ser “Friends”, a amigos que salen a cenar, a pasear, pero que también se besan, acarician, revuelcan, se desean y claro, reprimen todo ese deseo porque él le había dejado bien clarito desde el comienzo que no le podría ser infiel a su novia. Acá todas le hicimos apanado.
- ¿Cómo que no le es infiel? -preguntó
- ¿Los agarres no valen? –preguntó otra.
- Eso es lo que él dice, yo no. –respondió ella y se alzó de hombros. El que tiene novia es él. Su problema. Yo estoy sola y la paso siempre bien con él. Además nos queremos mucho, los dos.
Eso lo sabíamos todas. Esos dos se querían. Conversaban de todo, siempre estaban ahí cuando al otro le pasaba lo que sea. Celebraban las cosas buenas que les pasaban. Sentían orgullo el uno del otro, se hacían reír. Era la relación no-relación casi perfecta. Eran inclasificables. Parecía no importarles, a mi la verdad, tampoco.
La segunda estado entre dos fantasmas. Su ex marido del que se había separado hace un año pero que hacía poco la había buscado para volver y un chico nuevo que se había templado como loco de ella. Se habían conocido en una fiesta, se habían enrollado esa misma noche y ella aseguraba que se había ido de su departamento pensando que era cuestión de una sola noche. No lo fue. El pata la comenzó a llamar, a invitarla a salir, pero como ella aún estaba en eso de darle una segunda oportunidad a su ex pareja, le puso el freno de mano. Cuando el segundo round “para ver si salvamos nuestro joven matrimonio” terminó, ella se sintió libre de aceptar las invitaciones de este nuevo chico, aunque no segura del todo. Hace unos días vi que había publicado en su Facebook que “está en una relación”. Estos cambios de estatus virtuales me hacen gracia. Bueno cada uno es libre de hacer lo que quiera y la verdad, verla enamorada y feliz otra vez era como para reventarle fuegos artificiales. Sin embargo, ¿un repentino estatus en el Facebook “formaliza” algo? No lo creo. Como las fotos que uno cuelga, uno expone lo que quiere que los demás vean de sí mismos, como si fuera la portada de tu propia revista.
De pronto escuchamos unos golpes en la puerta y era la cuarta amiga con la cara de haber visto el video de Thriller por primera vez.
- ¿Qué pasó? –le pregunté.
- Tiene novia.
- ¡¿Qué?!, ¡¿tiene novia?! –gritó una.
- ¡Shhhhh! – la callamos. Las leyes de la buena amistad prohíben meter el dedo en la llaga.
Mientras que ella nos contaba los detalles del encuentro, perdón, quise decir desencuentro, le dimos una chela y nos quedamos en silencio escuchándola atentas. Ambos se conocían desde hacía bastante tiempo, a ella le había gustado siempre, pero tenía un novio al que no le quería ser infiel. Desde el año pasado en que terminaron y todas celebramos con serpentina y pica-pica, habían vuelto a encontrarse. Lo curioso es que no se habían visto las caras. Se comunicaban por mail o vía MSN. Y no solo eso. Era obvio que coqueteaban. Se mandaban mensajes, canciones, videos, se llamaban por apelativos un tanto melosos. Ella estaba ilusionada.
Siempre nos pareció curioso esto, pero bueno, después de mi paso por el amor virtual no era quién para juzgar. Ese día de hecho lo iba a ver. No porque hubieran quedado en verse, sino porque era uno de los artistas de la muestra y ella iba a fingir la “casualidad de tal encuentro”. Pero las cosas resultaron muy lejanas a sus expectativas e ilusiones. El señor artista la había saludado con alegría y a los dos minutos le había dicho que se “iba a dar una vuelta”. Ella aprovechó para ver algo de la muestra, cuando de pronto lo más impactante estaba en el jardín de la galería. En ese preciso instante, su chico-ilusión besaba en la boca a una chica a la que luego llevaba de la mano a una de las salas de la exposición. Mi amiga salió como una flecha a la bodega más cercana. No pensaba poder resistir el estado de shock en el que estaba todo lo que durase el trayecto del taxi hasta mi casa.
Cuando terminó de hablar nosotras comenzamos el operativo ambulancia, lo que significa, darle más chela, decirle lo feo que era el tipo (lo que era cierto), que además, era sucio (cierto también y todas nos encontrábamos en plena campaña de NO a los que no se bañan), de pronto no tenía buen gusto –una de las mayores razones, además de su inteligencia y humor, por las que a ella le gustaba– porque nos contó que la novia tenía botas de plástico blancas con aplicaciones de bolitas de todos los colores, y que además era un cojudo por haberle de alguna manera alentado a ilusionarse de esa manera y dejarla sola en el asfixiante (por lo lleno que para) desván de la desilusión. Pero claro. Acá entra el factor “A” de ambigüedad. Quizás todo ese flirteo solo anduvo en su cabeza y como jamás se atrevió a preguntar nada, la realidad le dio la fría respuesta.
(paréntesis hacia el pasado cercano)
Y yo, bueno, había comenzado una historia unas semanas atrás. Había conocido a un chico en una reunión. De casualidad nos sentaron uno al lado del otro. Me parecía que lo conocía de algún lado y él parecía saber quién era yo, porque en algún momento de nuestra apasionada y graciosa conversación, en la que pasamos de la música al cine, del cine al fútbol y otra vez del fútbol a la música, nos dimos cuenta de que éramos “amigos” de Facebook. La estaba pasando tan bien que me di cuenta que había olvidado por completo a mi cita de la noche, un amigo con el que había ido a la premier de una película y con el que había quedado en ir a una fiesta después.
Quién iba a decir que cuatro meses después nos íbamos a encontrar en una fiesta. Yo andaba feliz y muy despreocupada de mundo exterior. Acababa de regresar de viaje. Me sentía nueva. Y además, tenía un guardarropa por estrenar. No quería enrollarme con nadie. Y pasó lo que siempre pasa cuando piensas y te atreves a decir en voz alta: “no quiero nada con nadie”. Es como decir las palabras mágicas para que el destino confabule y termine pasando algo que ni te imaginabas que pasaría. Me encontré con el chico que había conocido al terminar el verano. Estuvimos conversando un rato y me dijo que se iba a otra fiesta. Me despedí y cuando volví al lado de mi amigo le dije:
- Oye, creo que este pata me está coqueteando.
- Si me di cuenta.
- Bueno, a mí no me interesa para nada –contesté y le fui a pedir una canción al DJ.
Lo irónico fue que el chico que no me interesaba para nada regresó en cuestión de minutos. Yo lo miré sorprendida. Así que continuamos conversando hasta que se acabó la fiesta. Entonces yo en un arrebato de entusiasmo (un poco alentado por el alcohol), les dije que si querían podíamos ir a mi casa que quedaba literalmente a la vuelta de la esquina. Poco a poco todos se fueron, menos él claro, que estaba bien concentrado en revisar la música que tenía en mi laptop o mejor dicho, en mí. Yo le seguía el juego, la concentración en el otro era mutua desde hacía buen rato.
A la mañana siguiente tuve uno de esos momentos “por favor, quiero voltear y que no haya nadie”. Sus besos en mi espalda no me dejaron otra opción que la segunda táctica del post sé lo que hicimos esta madrugada, hacerme la dormida. No me dejó. Porque me abrazó, me besó la cara y me dijo que había contado los 44 lunares que tenía en la espalda porque estaba despierto desde hacía una hora. Esto me hizo reír y atreverme a voltear hacia él. Abracé una almohada dispuesta a no soltarla jamás, pero de un tirón me la quitó, se acercó a mí y me comenzó a besar. Yo, siguiendo la línea de la desconfianza que yo misma había instalado en mi cabeza, pensé que se estaba despidiendo. Pero no. No se fue. Se quedo todo el domingo conmigo.
Sin embargo, eso no fue lo sorprendente. Lo que me pareció extraño, fue que no solo fue sexo. Tampoco fue amor, no es a lo que me refiero. Hacía mucho que no dormía con nadie. Cuando se lo dije, me respondió que él tampoco. Nos quedamos todas esas horas en la cama. Conversando, riendo, contándonos parte de nuestras vidas, mientras nos besamos, abrazamos y miramos. Fue tan tierno conmigo, no de una manera melosa sino delicada, que buena parte de mis miedos e inhibiciones se fueron solas. Poco a poco. No voy a decir que todas, pero no me había sentido así de cómoda desde el último chico al que estuve a punto de querer (sí, el Sr. Atracción Virtual del 2007). Nos despedimos con más besos.
Pero la sonrisa boba no me iba a quedar tantos días en la cara. Las ilusiones se diluyen como un sobrecito de manzanilla en una taza de agua. Volví a verlo dos veces más después de un par de desencuentros. Claro, no fueron citas. Las veces que nos vimos se dieron porque me llamó dos sábados seguidos en los que rondaba por mi zona con sus amigos. Ninguna de las dos veces me molestó este asunto, porque cuando recibía sus mensajes o acaba de llegar de algún lado o estaba pasando la noche escribiendo en mi laptop. Eso de salir como una loca de la cama en la que estoy durmiendo, para encontrarme con alguien de madrugada lo dejé de hacer en mis veintes cuando salía con un chico que se creía un “chico malo”. Sin embargo, por razones ajenas a nosotros mismos, solo dormimos juntos (del verbo dormir, para los mal pensados). Un día de semana después de ese sábado en una conversación con una amiga le dije (o me dije): o sea ¿qué?, ¿me he convertido en su osito de peluche para dormir? A las dos nos dio risa. Pero estaba claro. Estaba en pleno territorio “A”.
Lo único bueno de vivir en la ambigüedad con mi oso de peluche de carne y hueso es que, la verdad, no tengo ganas de buscar a nadie. Después del breve tropezón con el ciberpendex, me da como flojera pensar qué hacer o cómo dar los pasos siguientes. Él me gusta. Yo le gusto, supongo. Sin embargo, esta vez me encuentro decidida a esperar a que el haga lo suyo si quiere algo conmigo. Ya decidiré si respondo. Prefiero pensar que nos estamos conociendo de a pocos, si eso es lo que estamos haciendo me parece válido, si no, y esto no es más que una relación de cuatro madrugadas significará que uno, el otro, o los dos no nos gustamos lo suficiente para ver si nos aventamos a gustarnos más.
(de vuelta al presente)
Bueno, así estaban los ánimos camino a la fiesta. Creo que debí suponer que algún tipo de catástrofe se veía venir. Mucha gente conocida en un solo lugar. Bastante alcohol y cuatro amigas en estado “A” no era un buen pronóstico. La cosa fue así. La primera, se encontró con su respectivo oso de peluche. Se saludaron con cariño, y los vi bailando, chupando, riendo. Se les veía bien. Pero a todo esto ¿dónde estaba la bendita novia? Estaba en la fila del baño cuando mi amiga vino con cara de signo de admiración. Me contó que estaba sin la novia, pero que desde hacía rato lo veía coquetear con un par de chicas más, que luego se convirtieron en una en especial. Ella no pudo sentirse más tonta que nunca porque pensaba que era “especial” para él. La verdad, no sé si lo sea o no, pero a veces se presentan situaciones tan ambiguas, enredadas y ridículas como esta, en la que el chico que te gusta pero que tiene novia no hace más que revolcarse contigo y después lo ves en una fiesta, sin novia, y coqueteando abiertamente con otra con la que quizás sí tenga algo más que sus tiernos campamentos en la cama de mi amiga.
-Míralo - me dijo señalándolo mientras se ponía el abrigo y huía del lugar.
En efecto, estaba en pleno sexy dance con una chica. Punto a favor para mi cinismo.
La segunda se encontró cara a cara con su ex, marido que en medio de la gente que no dejaba de llegar le reclamaba que cómo podía anunciar vía Facebook que estaba con otro tipo. Al verlo tan dolido o quién sabe, manipulador, por la virtual humillación pública, ella se sintió como la mujer más pérfida del mundo y decidió que lo único que podía hacer era irse a la computadora más cercana y borrar eso de su perfil. Otra que se fue.
Fui buscar a la tercera. Y lo que vi fue realmente aterrador. La mujer despechada por haber descubierto que el pintor coqueto tenía novia, estaba hablándole a un pata de su pasado con el que había tenido una relación puramente sexual, porque estaba casado. Cuando cruzamos miradas, ella vino caminando hacia mí. Me contó desde el hoyo de la autohumillación que había sido ella por primera vez la que propuso un encuentro entre ambos y que él le había dicho que “más tardecito”, que ahora estaba divirtiéndose con sus patas. Creo que fue el momento perfecto para irnos de ahí. La consolé las cuadras que caminamos. El despecho mezclado con alcohol hace que a veces hagamos cosas disparatadas que después nos hacen arrepentirnos. Además, si los dos habitaban juntos en el pantano “A”, ¿qué podía pretender?
La ambigüedad no tiene garantías. Puede ser el comienzo de un futuro amor, como puede ser el inicio de un fugaz romance o puede ser nada más que un affaire de una sola noche. Y creo que el miedo al rechazo, el haber vivido situaciones similares en el pasado de las que no salimos bien parados, el vértigo de saltar con jabalina los “supuestos pasos “para llegar a una relación” de verdad y el pretender seguir la corriente cuando es ella quién te lleva, son las creencias que le meten cabe a cualquiera. La ambigüedad puede ser como un monstruo gigante, te puede mover el piso, te puede lanzar a un pantano, algunas puede pasar de largo nomás, otras comerte vivo. Hay que aprender a perderle el temor y vivir según nuestras propias reglas. Esas son las únicas armas que tenemos. No podemos permitirnos estar pendientes del ritmo, ánimo, agenda social, condiciones, trucos, ni horarios de los otros. Si somos lo suficiente valientes para meternos en el juego, hay que estar conscientes de sus consecuencias. Las relaciones, ambiguas o no, son de a dos. Entonces ¿por qué vivir bajo las reglas de uno solo? Ustedes eligen.
Después de esa noche y de mi propia historia, además de darle duro a mi lado emocional y casi declararlo en huelga, también iba a golpear el teclado reafirmando la muerte ya ni siquiera de romance, sino del amor. Sin embargo, como a todos los que reniegan de su especie (la mía es obviamente romántica), la realidad puso en mi sitio de un par de cachetadas. Mi cinismo duró solo un día más. Alguien vino a mi rescate.
Me acosté de mal humor el sábado y me despertó el timbre de mi celular temprano en la mañana. Era un chico con el que tenía una historia que también comenzó así, una madrugada de agosto hace un par de años. Y digamos que lo nuestro es algo que no sé si llamar amistad (él dice que nunca seremos amigos porque la atracción sexual y la amistad no son compatibles, y puede ser que tenga razón porque él a mí siempre me ha gustado, y me parece que es mutuo), pero la verdad, el etiquetar lo que tenemos, lo que sea que sea, nos tiene sin cuidado a ambos.
Pasamos juntos el domingo. Mientras caminamos, comimos y bebimos, nos pusimos al día. Él y yo, que por primera vez hablamos de los “otros” con los que habíamos estado compartiendo nuestros días y noches, convinimos en que cada uno por su lado, vivía su propia ambigüedad. Y cada uno la manejaba de modo diferente.
Pero no solo todo lo interesante y honesta de nuestra conversación fue lo que hizo que me diera cuenta de que había estado dejándome vencer por incredulidades y prejuicios absurdos; lo que en realidad me convenció de la existencia de mi versión del romance (supongo que cada uno tiene la suya) fue un pequeño espacio en el tiempo en el que él me estuvo leyendo poesía mientras tomábamos té en el sofá de su casa mientras se hacía de noche. Olía a mar. Escuchaba su voz. Imaginaba esas frases convertidas en imágenes. Nadie me había leído poesía antes. Y además lo hizo sin pretensiones, intereses ocultos, callejones oscuros o laberintos sin salida. Solo me estaba haciendo feliz un ratito. Así de simple. Así es el romance. Eso fue todo lo que necesité para saber que no soy yo la que se tiene que amoldar a las leyes de este nuevo y moderno amor (o anti-amor). Yo me quedo con el clásico.
Ya habrá alguien con quien compartirlo. Pero saber que la posibilidad existe, es más que suficiente.
CANCIÓN PARA HACER FELIZ A ALGUIEN.
HAVE YOU EVER SEEN THE RAIN.mp3 – CREEDENCE
Como prometí por ahí, les dejo cuatro de mis escenas románticas favoritas del cine, sin ningún orden particular. Los paraguas de Cherburgo, agarren sus kleenex.
Otro clásico: Desayuno en Tiffanys.
Para cortarnos las venas todos juntos. La declaración de amor en silencio: “Los Puentes de Madison”.
“High Fidelity” y una declaración de amor sencilla, romántica y de nuestro tiempo.