La cita perfecta
YA ERA HORA.
El Chico Tímido iba a pasar por mi casa a las 9 p.m. para llevarme a cenar. Claro, no contaba con esas sorpresivas coordinaciones de trabajo que tuve que resolver a última hora mientras miraba el reloj. Creo que rompí todos los records de velocidad en la Vía Expresa y llegué a mi casa a las 8:47 p.m. Tuve 13 minutos exactos para vestirme y arreglarme para la tan esperada cita. Cuándo no, la Ley de Murphy comenzó a jugar en mi contra. Lo único bueno del apuro es que no me dio tiempo ni de ponerme nerviosa. Arranqué con los dientes la etiqueta de un vestido nuevo, mientras me ponía las medias y tiraba las cajas de zapatos al suelo, buscando los que ya había elegido en mi mente. Corría al baño a tapar los rezagos del agotamiento de los últimos días con maquillaje, cuando unos golpes en la puerta me sobresaltaron. El Chico Tímido fue muy puntual.
Cuando le abrí la puerta, pensé que no era el mismo que mi memoria recordaba.No saludamos con un “hola” y un beso en la mejilla. Le dije, entonces, que me faltaban solo dos minutos para estar lista. El se volvió a la calle y le dije que podía esperarme dentro. Mientras me pintaba la boca, me di cuenta de un terrible detalle: ese maldito vestido tenía los ojales muy grandes para las perlitas que tenía como botones y que al menor movimiento se salían de su lugar.
Mientras que él, supongo, espiaba mis libros, mis películas, lo que cuelga de mis paredes, yo trababa de ir más rápido que el Correcaminos y terminar de pintarme, poner mis cosas en una cartera y que no se notase que estaba a punto de sufrir un ataque de ansiedad. Mientras caminaba, el vestido no dejaba de abrirse por todos lados. Ya era muy tarde para cambiarme de ropa, así que me puse una casaca encima y le dije que ya podíamos ir. Me respondió que la reservación era a las nueve y quince. Yo pensé: decálogo o no decálogo, ya la cagué. En el taxi camino al restaurante hablamos de cosas tan triviales como el clima. Creo que los dos esperábamos estar juntos, tranquilos, sentados frente a frente para empezar a hablar de verdad. Y fue así.
No sé si el Chico Tímido me había leído la mente o algo así, pero me llevó al lugar perfecto. No sé cuándo fue la última vez que había ido con alguien a una cita-cita, estilo clásico, old fashion date. Me llevó a un pequeño restaurante italiano lleno de pequeñas mesitas de manteles de cuadritos blanco y rojo, luz de candelabros antiguos, música baja, no mucha gente. Por primera vez nos miramos a los ojos. Él me sonreía. No resistí la timidez y bajé la mirada pero solo para darme cuenta, casi con terror, que los dos botones de mi vestido no estaban en su lugar y que tenía una vista panorámica de mi sostén negro. Me abroché apresurada y dije sin verlo:
- Gracias por no mirar.
- He hecho un esfuerzo– respondió.
Sonreí avergonzada. Una mesera nos puso una copa de limoncello a cada uno y yo le dije que lo había probado en el sur de Italia. Él me preguntó cuándo había estado por allá cuando el dueño del lugar se acercó para aconsejarnos lo mejor de la carta. Los dos lo dejamos hablar. Me preguntó qué me provocaba y él eligió por mí. Le dejé al Chico Tímido la elección del vino, pero recordé un punto importante de mi propio decálogo y pedí un agua con gas. Así que desde la entrada de pulpo con aceitunas que compartimos, los platos de fondo y una copa de vino por una de agua, recién pudimos conversar. Mejor dicho, empezar a conocernos.
Hablamos y nos escuchamos mucho. Creo que de lo único que no hablamos fue de nuestros blogs y, menos, de la forma en la que nos habíamos conocido, de todo lo que pasó desde esa fiesta hasta esta mesa. Él me contó de su trabajo, yo le hablé del mío; de nuestras respectivas infancias, no siempre alegres; de nuestros distintos gustos musicales, de nuestra afinidad en cuestión de películas. No sé en qué momento de todo aquello ya me sentía cómoda. Parecía que él también. Entonces lanzó la pregunta:
- ¿Por qué me escribiste?
En lugar de responder, hice otra pregunta:
- ¿Por qué te acercaste en esa fiesta?
Él no tuvo reparos en responder.
- Porque te reconocí, me pareciste muy guapa y …
Aquí viene el floro barato pensé (mi lado cínico no estaba en completo off), pero me sorprendió.
- Parecías sola, rodeada de gente, pero sola.
- Sí, estaba sola– no pude ocultar una sonrisa.
- Me gusta cuando sonríes así.
- ¿Sí?– me dio otro ataque de timidez y bajé la mirada.
- Eres tímida de verdad.
- Pues sí.
- Yo también.
Lo miré. Él me miró. Estiró su mano sobre la mesa. Yo puse la mía a su alcance. Él la tomó. En ese preciso segundo alguien nos puso la cuenta sobre la mesa. Miré a todos lados. No sé en qué momento todos los demás habían desaparecido y solo quedaban las meseras arreglando el lugar con cara de “¿a qué hora se van estos dos para poder cerrar e irnos?”. Cogí mi cartera, pero él me detuvo. Me dijo que él pagaba la cena y que yo me encargara del siguiente vino. Buena forma de decir que quería que esa noche durara más. Punto para el Chico Tímido.
Salimos del lugar y fuimos a otro restaurante que nos gusta a los dos. Pedimos otra botella de vino y mi respectiva agua con gas. Pensaba: no me voy a emborrachar, no me voy a emborrachar (el decálogo sirvió de algo, a fin de cuentas).
Con la segunda botella, nos enteramos de que lo parecidos que éramos no era producto de falsa coquetería. Ambos andábamos solos desde hace dos años, los dos tenemos pocos amigos y podemos tirarnos de un precipicio por ellos, nos gusta conocer nuevos lugares y no nos importa estar en una cantina o en el megarestaurante si la estamos pasando bien. Los dos hemos aprendido a ocultar lo que nos duele, somos impacientes cuando alguien nos gusta mucho y pensamos que la vida es como una chispita Mariposa; corta, intensa y cálida.
Muy al contrario de lo que pensé que sentiría o que haría -aunque en cierto punto no me faltaron ganas de saltar encima de la mesa y besarlo -, permanecí adherida a la silla como si me hubieran pegado con crazy glue. Me sorprendí a mí misma en medio de esos silencios largos, pequeñas confesiones, bonitos descubrimientos, miradas cómplices, hasta que otro camarero nos puso la cuenta en la mesa. Miré alrededor por primera vez, era la segunda vez en la noche que cerrábamos un lugar. Esta vez pagué yo. Caminamos hasta la esquina y los dos dijimos a la vez.
- En mi casa hay vino– dijo él.
- En mi casa no hay nada– dije yo.
Comencé a caminar con dirección a mi casa. Él me siguió. Andamos varias cuadras antes de llegar. En la puerta, la impulsividad venció a la Ley de Murphy y, de paso, a todas las demás leyes y reglas, y le pregunté si quería entrar un rato.
Estuvimos sentados en el sofá uno al lado del otro. Yo no lo podía mirar a la cara. Él tampoco. Después de un largo silencio, estiró el brazo y acarició mi pelo. Me dijo que era lo que siempre había buscado. Yo levanté la mirada, él se acercó hacía mí. Yo cerré los ojos y me besó.
No me importó si los botones del vestido se estuvieran desabrochando, ni cuándo fue la última vez que besé así a alguien y, menos, qué pasaría cuando nuestros labios se separasen. Lo único de lo que era consciente era que, en ese instante, el Chico Tímido y yo sentíamos exactamente lo mismo.
(Parece que este no es el final de la historia, sino el comienzo de algo más. Quién sabe.)
CANCIÓN PARA TI.
WAITING FOR YOU.mp3 – BEN HARPER
Este fue el soundtrack del beso (¿es otra coincidencia que se llame “Build”?).
Así me siento. Como una Rolling Stone.
How does it feel
How does it feel
To be on your own
With no direction home
Like a complete unknown
Like a rolling stone?