Los juegos de mi vida
Tengo diecinueve años y he tenido una consola al lado durante la mayor parte de ellos. Creo que en mi familia soy considerado como el “primo vicioso” o el “sobrino extraño”, pero me alegra cada vez que me preguntan qué consola les recomiendo comprar o cuando entran a mi cuarto pidiéndome que les preste un ratito el mando.
Mis padres nunca se quejaron de esta situación, es más, recuerdo aquellas tardes en las que mi papá me ayudaba a pasar los niveles de Super Mario Bros 3 pero nunca lográbamos terminarlo. Recuerdos más antiguos son aquellos en los que mi mamá se divertía con aquel juego llamado Circus Charlie en el que controlaba a un payaso que debía realizar las acciones clásicas en un circo, como por ejemplo caminar por la cuerda floja o atravesar aros.
De mis tres hermanos, uno es tan o incluso más vicioso que yo. Era él quien me traía las últimas novedades en juegos y quien me llevaba a cabinas a jugar Counter con sus amigos. Fueron veranos enteros en los que nos la pasábamos jugando Winning Eleven 3 todas las tardes… el fiel a su querida Yugo (Yugoslavia) y yo con mi querida Alemania. Eran clásicos.
Con mis amigos del colegio también jugábamos bastante Winning, aunque eso disminuyó un poco cuando aparecieron juegos como Final Fantasy VIII o Metal Gear Solid, con los que también nos reuníamos a jugar, pero turnándonos el control. Recuerdo también un cumpleaños de uno de ellos en el que luego de que la mayoría se fue a sus casas, nos quedamos jugando un torneo de Dragon Ball: Final Bout, aquel juego que para muchos fue un desastre, para nosotros era diversión pura. Incluso un amigo se sabía de memoria la canción de introducción en japonés.
¿Me he peleado alguna vez con alguien debido a un videojuego? No, lo más cerca que he estado fue cuando le iba ganando 10 – 0 a un amigo en el primer Winning para SNES y lo reseteó. Me molesté bastante con él pero a los diez minutos ya estábamos jugando otra vez. Algo diferente ocurrió con Risk (un juego de mesa) en donde sí me molesté con un amigo (ahora esa denominación está en duda) cuando me invadió Alaska desde Kamchatka aún cuando teníamos un pacto de no agresión de por medio… pero esa es otra historia.
Algo que nunca voy a olvidar fue la manera en que conocí a uno de mis mejores amigos. Era cuarto de media y habían hecho cambios de sitio en el salón. Nos tocó juntos, al fondo. Nunca nos habíamos hablado. De repente, él escuchó que yo le comenté algo de Age of Empires II a la otra persona que tenía a mi costado y me hizo la clásica pregunta: “¿Juegas Age?”. Esa misma noche le jugué por Internet y me ganó. Recuerdo también que lo único que hice esa madrugada fue investigar estrategias en y practicar contra la computadora para ganarle la noche siguiente. Como era obvio, lo hice.
Ya no recuerdo quién fue el vencedor de las siguientes partidas pero sí tengo en la memoria una en especial. Estábamos jugando con otro amigo, ellos dos contra mí. No recuerdo qué civilización tenía cada uno pero sí me acuerdo que alguien tenía a los Vikingos. La situación era que yo estaba a punto de morir. Había sido atacado varias veces y ya no tenía ni recursos ni muchos aldeanos con quienes resurgir. Lo único que se me ocurrió en ese momento fue “pausear” el juego aludiendo una inesperada necesidad por ir al baño y llamar por teléfono a uno de mis enemigos y convencerlo para que tracionara a su aliado y se uniera a mí. Lo hizo, y gracias a él no solo vencimos al otro sino que después de eso, lo traicioné y acabé con él.
Finalmente, están los momentos que he pasado con mi enamorada al frente de una consola. No sabía que ella jugaba hasta que un día me vio jugando Dr. Mario y me preguntó: ¿Te puedo jugar?. Nos quedamos horas jugando y cuando nos cansamos empezamos con Goofy Troop, aquel juego cooperativo en el que uno controla a Goofy y el otro a Max y tienen que trabajar juntos para llegar a nuevas áreas. Era muy divertido (y romántico) jugar ese juego con ella. Meses más tarde, en casa de un amigo, sufriría las palizas que ella me daba en Goldeneye.
Los videojuegos no son tan malos como los pintan en los medios, nos dan esa libertad que tanto deseamos y al mismo tiempo nos pueden dar experiencias inolvidables que nuestras rutinarias vidas nunca podrían igualar.