El Kursk, drama en el Ártico
Encerrados en las profundidades del océano esperando la muerte. Así quedaron los sobrevivientes de la explosión que llevó a las profundidades del Mar de Barents a 118 marineros rusos que participaban en unas prácticas de combate en su nave hogar: el Kursk, un gigantesco sumergible nuclear llamado también K-141. El conteo final para sus vidas empezó a las 11:28 de la mañana, cuando una detonación en el compartimento de los torpedos dio inicio a la crisis. Era el 12 de agosto de 2000.
La reacción de las autoridades fue lenta. Se ocultó la información, luego se culpó del hecho a países extranjeros, y por último Putin, presidente de la nación rusa, prefirió continuar con sus vacaciones en el Mar Negro. Para el 14 de agosto los primeros intentos de rescate habían sido infructuosos ¿Estarían aún vivos los marineros? Las condiciones meteorológicas eran pésimas. La esperanza se sustentaba en señales sonoras que provenían de la nave. El submarino se hallaba a 150 metros de profundidad.
El material radiactivo era otro problema. Los dos reactores nucleares que estaban a bordo del sumergible debían ser recuperados. No había peligro de explosión, pero sí de contaminación.
“Los reactores del submarino Kursk tienen una capacidad de 190 megavatios, eso significa que son gigantescos y cada uno es veinte veces más potente que el reactor que tiene el Perú en Huarangal, explicaba a El Comercio en aquella ocasión el doctor Modesto Montoya, físico nuclear peruano.
El principio del fin
El submarino, botado en 1994, tenía 154 metros de eslora (largo), 18 de manga (ancho) y desplazaba 18.000 toneladas. El K-141 había salido a hacer unas prácticas con la Flota del Norte el 10 de agosto. Llevaba 24 misiles de crucero –algunos con carga nuclear- y 10 torpedos. Dos días después, al iniciarse los ensayos de combate -la orden era disparar dos torpedos de fogueo contra uno de los buques de guerra- un incidente cambió la historia de aquellos hombres.
La cadena de desgracias se activó cuando el torpedo de lanzamiento a punto de salir explotó dentro de la nave. El impacto de la detonación tuvo la fuerza destructora de 300 kilos de dinamita. Esa fue la primera explosión. Entonces el agua entró a raudales y los compartimentos empezaron a colmarse.
Los que se salvaron de morir tuvieron que correr cerrando escotillas en medio de la oscuridad y el sonido estruendoso de miles de litros de agua que ingresaban a la nave. Un grupo de hombres se encerraron en el noveno compartimento, en la popa de la nave. La boya de emergencia no funcionó. Había sido asegurada en una misión anterior. Este artefacto impulsaba hacia la superficie al submarino en casos de emergencia.
Los minutos pasaban, las condiciones eran críticas y había poco margen de maniobra. El capitán Dmitry Kolesnikov quedó al mando y ordenó esperar ayuda. Cuatro horas después del accidente, el convertidor de dióxido de carbono en oxígeno también explotó.
Esta segunda explosión abrió un agujero de dos metros cuadrados. Muere el capitán Kolesnikov y minutos después se presume que fallece el resto de sobrevivientes. Kolesnikov había tenido tiempo de escribir algo tras la primera explosión: “13:15, todos los tripulantes de los compartimientos sexto, séptimo y octavo se trasladaron al noveno. Aquí nos encontramos 23 personas. Tomamos esta decisión como resultado de la avería. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo esta nota en la oscuridad”.
El 15 de agosto la angustia de los familiares estaba al límite. El segundo intento de los rusos de rescatar a la tripulación fracasó al no poderse acoplar la cápsula de salvamento a las escotillas. El encierro de los hombres de mar, en caso permanecieran vivos, superaba las 72 horas.
Algunos expertos sostenían que las reservas de oxígeno solo alcanzarían para dos días. Otros eran un poco más optimistas: “los cálculos muestran que para el 18 se les acabaría el oxígeno”, dijo el almirante Vladímir Kuroyédov. Los familiares no cesaban de rezar. Rusia se había paralizado.
Ayuda tardía
Cuando Estados Unidos, Reino Unido, Francia y otros países ofrecen su ayuda, ésta es negada. Finalmente, el 16 de agosto Moscú acepta la cooperación de Gran Bretaña, que envía el sumergible LR5. Esta nave podía descender hasta 500 metros y acoplarse a todo submarino. “Todo lo que se puede hacer se está haciendo para rescatar a los tripulantes del submarino”, dijo Putin. Pero ya la opinión pública nacional lo había condenado.
El 17 de agosto los británicos emprendieron las labores de rescate. Ya no existían señales de vida en el submarino. Los familiares preferían pensar que sus parientes estaban solo inconscientes por la escasez del oxígeno. “Debemos ser optimistas. Siempre hay una oportunidad”, dijo el comandante del submarino de rescate de la Armada británica, Alan Hoskins.
El Comercio informaba día a día cada detalle del accidente que había puesto los ojos del mundo en las frías aguas del Ártico. En el Decano se leían más declaraciones de Putin, ofrecidas el 18 de agosto. Expresaba que su primer deseo tras conocer el naufragio del submarino había sido salir por vía aérea hacia el Ártico. “Pero luego comprendí que cada cual debe permanecer en su sitio y no entorpecer a los especialistas”.
Un día después un equipo de buzos noruego arribó al Mar de Barents sumándose a las labores de rescate. Si los sobrevivientes estaban aún con vida después de siete días ya podía considerarse un milagro. Entonces llegó la estocada mortal para los sufridos familiares. Tuvieron que escuchar aquello que no deseaban. El Kursk se había convertido en un ataúd de acero. La Armada rusa daba prácticamente por muertos a los 118 tripulantes del submarino. Aún no se habían abierto las escotillas, pero era como prepararlos para lo peor.
Los moscovitas acudieron a la inauguración de la reconstruida catedral de Cristo Redentor para orar por los 118 tripulantes del submarino. El patriarca de la Iglesia Ortodoxa Rusa, Alexi II, rezó durante la ceremonia por “aquellos que están prisioneros bajo el agua, por sus familias y amigos”.
La agonía de la espera culminó el 20 de agosto –a las 10 de la noche hora peruana- cuando especialistas noruegos abrieron una de las escotillas del submarino nuclear. Los buceadores no encontraron a nadie entre la escotilla exterior e interior del navío. No había indicios de vida. Probablemente más de la mitad de la tripulación había fallecido en los primeros minutos después de la explosión inicial.
El 21 de agosto la Marina Rusa confirmaba oficialmente la muerte de los 118 tripulantes del submarino nuclear Kursk. “Todas las secciones del submarino están inundadas y ninguno de los miembros de la tripulación quedó con vida”, dijo el vicealmirante Mijaíl Mozak.
El 22 de agosto Putin decretó luto nacional en toda Rusia y voló al Ártico para dar por fin la cara y afrontar la rabia de las familias de los 118 tripulantes muertos en el submarino nuclear Kursk. En octubre de 2000 se recuperaron doce cadáveres. En febrero del 2001 el Kremlin admitió que el accidente se había originado por una explosión. El 8 de octubre el sumergible fue reflotado. El costo fue de 65 millones de dólares.
(Miguel García Medina)
Fotos: Agencias
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