El maestro solitario
Un joven profesor de filosofía observa apesadumbrado que carece de alumnos. Cuatro, a lo más cinco son los que se matriculan con él. Creyendo que puede convencer a decenas más coloca un anuncio en un pizarrón en el campus de la Universidad de Berlín. “Enseñamos toda la filosofía y la teoría del carácter del mundo y del espíritu humano. Seis veces por semana de 4 a 5″. El cartel no tiene ningún impacto y sus alumnos ralean aún más al punto que el profesor cavila sobre si seguir o no en la brega. Un rumor de voces lo atrajo hacia una de las aulas cercanas. Era una clase que se dictaba a la misma hora, atiborrada de alumnos, muchos ellos de pie, ávidos de escuchar al otro profesor.
El filósofo pesimista (envidioso, al decir de otros) debió soportar el apogeo de aquel maestro exitoso, mientras sus desoídos ideales filosóficos apuntaban hacia tiempos por venir, aunque sin la esperanza nimia de la fama intelectual. Sin trabajo y atormentado por sus memorias, vivía bajo el peso de una pésima relación con su madre, escritora y animadora de los círculos literarios de Weimar. Ambos, madre e hijo se odiaron.
Ella nunca le prestó atención, su vínculo fue vacío y el joven habitó una casa desprovista de la esencia que nos torna en humanos. Fue un niño y un joven desamparado. Peor aún, al fallecer su padre, el joven quedó en manos de su madre, que hizo lo posible para sofocar la autoestima de aquel. Retrajo su potencial intelectual minimizándolo ante los demás. Alguna vez, el gran Goethe, amigo de la madre, observó frente a ella que el niño estaba destinado a grandes cosas, pero ella replicó que tal hipótesis era imposible.
Finalmente abandonó su casa marchando a la deriva. Lo que encontró no fue mejor. No entraré a detallar la vida sentimental del joven pensador, que bien da para otra materia del bien esquivo.
Volvemos a 1821, el joven filósofo observa desde lejos a los universitarios lanzarse en tumulto sobre los asientos de la clase magistral del pensador exitoso. Ningún alumno a asistido a la suya. Se acerca con sigilo a escuchar al orador, reconoce en esas palabras el pensamiento de moda y la grandilocuencia de una filosofía que lo derruye. La suya es desestimada, nadie le presta atención a sus ideas.
Infecundo y solitario, concibe por primera vez abandonar el magisterio de Berlin, dedicar su vida a trabajos más tangibles y materiales. Ganado por la envidia, alguna vez se referirá al académico glorioso como un ”vulgar, necio, asqueroso, repulsivo e ignorante charlatán”.
Sin embargo, el tiempo colocaría al genio envidioso en una posición privilegiada, aunque su propio tiempo fue el de una gran desazón. Ahora ¿Sabes a qué filósofos me refiero en esta nota? A Arthur Schopenhauer, que debió cargar con la descomunal fama de Hegel, el genio envidiado.