El consejero sentimental
María llegó y me preguntó por qué no me dediqué al psicoanálisis. No supe responder. Freud me era una engañifa y el diván un lugar confortable para retozar. Mis consejos a los otros provenían del sentido común y de la empatía.
Mi tío Joaquín decía que el Derecho era más capitalizable, que la literatura no proveía del alimento y que el psicoanálisis era de bufones. Así lo creí hasta que en Letras descubrí la psicología y con ella los mecanismos de salvataje de la mente. No la estudié en una facultad como disciplina especial, pero la seguí por otros medios, la cultivé como un asunto práctico, al margen del Derecho, la literatura, la filosofía y lo demás.
Por alguna razón y sin mediar mis límites siempre tuve pasta de oráculo. Fueron pocos, pero fueron más de lo común: Manuel me requirió para que le aclarara de un asunto sentimental y luego Eva y Antonio y Luisa…Desde la Universidad hasta el barrio, el empleo o el club, todos venían a mí para curar heridas. Yo era el galpón y el agua fría. Tenía la cualidad de atraer a los extraviados de este mundo y a los cargados y a los confundidos con la garantía de la discreción ¿Sería mi cautela, una inefable fortaleza en mis ojos o la reserva anunciada en mis labios?
Aquella semana Juana había llegado a mi casa sin avisar. Tenía los ojos húmedos, alfilereteados. Hablaba por retazos y apenas la podía comprender. Cuando se calmó entendí que Julián la había expulsado de la casa. Ávida de pasiones, Madame Bovary había ensayado la felicidad al lado de Martín hasta que fue descubierta. Julián la golpeaba, la hería con el filo de sus palabras, había perdido la brújula. Asegura que por eso le fue infiel. Quizás.
No la culpo. Martín era un joven apasionado en demasía, aunque no hay demasía para el ardor y ella era feliz y única, la flor perdida del universo, deseada al extremo, irrepetible. Así se sentía con él. Eso era suficiente para cualquier justificación. Solo que Martín era alegremente desleal y lo suyo no era el amor sino la piel, el fuego que vive para sí, la vida. En cierta forma eso era lo que ella buscaba en la oscura caverna de la clandestinidad. Él la hacía reir y todo se permite para quienes se hacen reir. Él no la desafiaba en la batalla, si la mataba era con la artillería del beso y el abrazo que no se contiene. Así amainaba sus furias. Nunca le llevaba la contraria y por eso ella lo quería y lo quería más en el rojor intenso de los besos crispados…
Julián, por el otro lado, me buscó para contarme su cuita. Escuché su versión. El hombrecito ignoraba que su mujer ya había llegado a mí para soltar sus prendas. Sabía de la historia más que él. “Ella me engaña, la he seguido”, dijo sin inmutarse. Le expliqué que era natural que ocurra, que solemos sondear en los otros las raíces de nuestro infortunio y no ver la auténtica paternidad de la miseria.
Me confesó que la golpeaba, que la odiaba, que le recordaba el látigo encendido de su madre, que tenía el mohín de la prima que deseó sin suerte. Entendió solo al final que debía amarla sin violencia, con intensa búsqueda, que la palabra es un dardo suicida, que lo que das es lo que se te devuelve.
Julián trató de acercarse a su mujer, fue dulce, lírico, bucólico y dulzón. Pero ella persistió en su lejanía. Hoy vive sola. Martín deambuló entre decenas de cuerpos ávidos de su intensidad y locura. Ya no sabe de él. Julián se casó tres veces y tres veces se divorció por una razón bastante común: violencia familiar. Él es él y solo él.
Sí, sé que él es el mismo, que ella es la misma y que se casó con un golpeador. Sé que Martín tienta al deseo como un hábito, que es su sino y su plenitud. Cuando recuerdo la historia de aquellos tres, pienso en Esopo, en la vieja fábula del escorpión. Por cierto ¿La has leído alguna vez?