La humildad de los sabios
Sócrates era el más sabio de los hombres, a tenor del oráculo. En sustancia, era el más humilde. Recurro a José Gómez de La Cortina para precisar los términos. La soberbia refiere la idea de la superioridad porque el soberbio se considera superior. La arrogancia refiere la idea del aprecio exagerado que hace de sí mismo el sujeto. Se acompaña de la bulliciosa petulancia. Para la soberbia no se necesita del poder, se puede ser soberbio desde el llano. Puede serlo el científico sin descubrimientos, el abogado sin victorias o el escritor sin lauro.
El deportista que, pletórico, canta su calidad con demasía es arrogante, pero sabe que puede ser superado. El médico que jacta de su habilidad insuperable es soberbio y lo es, sutilmente, el abogado que denosta de todo el gremio sin incluirse (“Todos ellos son malos, ergo, yo no lo soy y como yo no lo soy, soy superior a ellos”). En el fondo, la soberbia, el orgullo, la altanería, derivan de la arrogancia. La arrogancia puede ser patética, la soberbia es ridícula y forzada.
¿Puede uno mismo apreciarse superior? ¿Puede el juicio propio alcanzar para calificar a los otros sin la intervención del ego interesado? Nos dice López Pelegrín: “La arrogancia es muchas veces una noble cualidad del ánimo, la soberbia es un vicio que engendra la mala educación”. Peor que la arrogancia la soberbia y también más peligrosa, porque injuria y achata.
El orgullo es, en el fondo, el deseo de ser apreciado. No alcanza a la arrogancia y es natural. La altanería es un orgullo mal dirigido, que limita con la vulgaridad y la aspereza. La altivez, dice, López Pelegrín, encierra la idea de la ostentación de pensamientos elevados. No ofende ni maltrata. Existe la altivez heroica o noble. La noble soberbia sería un despropósito. Señala el Conde de La Cortina: “La soberbia es un vicio engendrador de todos los males”.
Aclara el diccionario de Barcia: La soberbia se opone a la humildad, la arrogancia a la modestia, el orgullo a la bajeza, la altanería a la mansedumbre, la altivez a la llaneza, la elación a la sencillez. El soberbio dice soy el mejor o son todos medianos (menos yo, en silencio tácito). El arrogante dice, hiperbólico y al margen del popperiano ensayo-error: “soy muy, muy bueno en esto”. El altanero sofoca denigrando para elevarse, el altivo levanta el mentón para pavonearse…
Lo genuino es del franco que se reconoce tal cual es y se acepta, con sus imperfecciones, sus yerros, sus límites y su potencial. Allí la verdadera humildad, que no es achatamiento engañoso ni inmolación aparente. El humilde no se reduce a sí mismo estirando a la mala su modestia ni se ensancha como un globo para aparentar. En el equilibrio y la sinceridad con la que nos miramos a nosotros mismos es que la sabiduría se torna en posible.