Una historia universal
En estos días es ineludible leer a Cortázar y volver al encanto inefable de la Maga. Ella y Oliveira se encuentran sin citarse. Su mapa y su agenda es el azar. Como en esta historia parisina, una vieja leyenda china nos cuenta que un príncipe huyó de la corte en busca del amor y lo encontró al pie de un viejo árbol cargado de magia.
Ching, el príncipe, doblegado por el martirio cortesano, corrió hacia las frondas del río Yang, convencido que en uno de los solitarios parajes habría de encontrar el amor. Caminó por horas sin atisbo alguno hasta que junto a una cascada reparó en la presencia de una bella y joven mujer. La contempló sin inmutarse, observó la extensión de su naturaleza frágil y se acercó.
No hablaron al principio, ella y él se encontraron por primera vez y ensayaron un beso. Fue un encuentro sublime, puro, sin malicia. Nin era la princesa de Ho-Chi y había llegado a aquellas tierras poseída por la convicción de que alguien, desde algún otro lugar, llegaría también. No se citaron, ignoraban mutuamente su existencia. Ella salió en la búsqueda de un espectro, de un ideal, él salió en la búsqueda de una estrella que rutilaría en sus manos. Sin mapa ni cita, sin lugar acordado, sin conocerse, coincidieron en aquel remoto paisaje del sur, donde se besaron sin preguntar y hablaron sin menguar. Fue una conjunción que habría de durar no más que un episodio, pero que sería inmortal.
Unas horas después, el príncipe tornaría sus pasos hacia el palacio. Nin volvería a su reino lejano. Para él, la joven fue una extraordinaria visión celeste. Para ella, él fue un milagro de la hora aciaga. Nunca se volvieron a ver. Habrían de recordar siempre aquellos besos, los cantos ensimismados, el abrazo, los labios devotos, las extrañas policromías del aire y las madejas de luz en los ojos.
Nin vivió atada a aquella breve memoria hasta su muerte. Fue lo último que recordó. El príncipe de Han volvió innumerables veces a aquel lugar, sin encontrarla. Por eso, al final de todo y antes de morir eligió ante los hechiceros nacer y morir en aquel paraje a perpetuidad. Y así fue. Dicen que allí, cuando los nenúfares se vuelcan en el lago, aparece la espectral imagen de un hombre y una mujer que juntan sus labios junto a un árbol para desaparecer y volver a aparecer al día siguiente repitiendo a la perfección cada movimiento, cada detalle del día anterior.
La ley del eterno retorno, Nietzsche, los mitos del tiempo único. Llámalo como quieras.
“Las cosas que nos son fundamentales no siempre son las que ocurren al pasar del tiempo”, dice Li, al leer esta historia a su discípulo. “Puede ser un episodio, un fragmento de cielo, un beso, un bambú bailoteando al viento, la contemplación pasajera de unos ojos, la floresta, un poema, que se habrá de repetir hasta el infinito”.
Cierro el libro y, por una extraña razón que me invade y determina, apuro mi trago y detengo los relojes.