Poesía
El amor susurró en su oído. Ella tenía el aire de un cervatillo y la siguió de lejos, prudentemente y sin pretensión. Le bastaba apenas su existencia. Ella le proveía del material con el que se hacen los versos.
Sabía que era una mariposa volátil que pronto se habría de perder en la espesura azul de las tinieblas marinas. No podría correr tras ella ni romper vuelo hacia el horizonte. Eligió la arena. Ella llegó a Amsterdam con los ojos de plomo, dispuesta a no volver sobre sus pasos. Él la amó. No, no le era suficiente su existencia, las brumas son tan heladas como los besos que no fructifican, que mueren en una palabra.
Remota, incandescente, aurora voraz que deglute a la noche, nada queda sino la sombra y el cabizbajo crespúsculo. Él, finalmente, escribió:
Ojalá me pisaran los pies del jornalero
y me pulverizara en un inescrutado recodo del camino.
Ojalá se deshilachara mi traje
(de infinidad de rayas tejido)
y se desvaneciera mi cuerpo
mi sombra filuda
mi vientre de agua
mis patas de araña.
Ojalá y fuese la rueda
volcada al fondo de un acantilado
y la lengua del océano me royera.
Ojalá y se abriese la tierra:
un alud de escarchas
una tromba de lava
una fuga de hielo
un destello deprisa
un sendero sin rastro.
Ojalá me arrastrara la cólera del viento
hacia tu cuerpo
a las raíces de tu cuerpo
a las cenizas de tus ojos.
Y mi tiempo se bifurcara en otro
y el otro en uno nuevo
hasta el infinito:
….como los espejos y los laberintos.