Los prejuicios
Un rasgo del mal uso del intelecto es el prejuicio, juzgar sin ver, sin experimentar, sin saber. No hay un nivel intelectual superior o inferior que lo convierta en su patrimonio. Simplemente existe allí donde la bilis, la entraña o la maledicencia pretenda ganar terreno.
Una obra de teatro o cine es mal aspectada por un sujeto que se despacha contra ella sin haberla visto. En ocasiones es suficiente haber leído una mala crítica para sujetar el propio criterio al siempre subjetivo y relativo juicio de un tercero.
Una obra de arte, poética o narrativa es reconocida y saltan desde la tribuna, que juzga sin haberla apreciado. Un hombre juzga una publicación que apenas ha leído o no leído en absoluto. Un sujeto juzga de corrupta a una organización, el todo por algunas de sus partes.
Decimos de los atributos morales de alguno solo al observar uno de sus actos o nos repulsa aquel cuyo rostro no nos garantiza una cualidad moral. Juzgamos por el gesto, la raza, el antecedente, el entorno o la sospecha gratuita. Aprobar sin ver, fusilar sin haber oído. El derecho de defensa vale lo que un comino y las falsas semblanzas se arman de oídas.
Vivimos en una sociedad cuyo eje es la hipocresía, el doble juego y la ceguera que ve. Juzgamos sin tocar, sin saber y calificamos sin pausa para la duda: ¡Allí hay trafa!, ¡Ladrón!, ¡Es una mala película!… El calificativo es el rasgo brutal del prejuicioso que no se detiene en el análisis y suelta sin más: ¡Idiotez!, ¡Mamarracho! como si el prejuicio no tuviera el mérito del calificativo aquel.
En el prejuicio los ojos no ven, pero la lengua se mueve como una hélice. El prejuicio solo puede nacer de la piconería, la envidia, los celos, la antipatía, el descuido, la ignorancia, la falacia o la mala fe.