Eros y Tanatos
Él escribe sobre los campos de concentración y el genocidio Nazi, le faltan algunas líneas para una nota que debe entregar. No ha ido a trabajar esta vez, lo hace desde su casa, ganado por la fiebre. Imagina un cúmulo de cuerpos y esqueletos montados, unos sobre otros, en una planicie de barro. Un chasquido turba el aire. El timbre invade como chillido de ratas. Él abre con sigilo. Es ella. Apenas se conocen. Es la primera vez que visita su casa.
La invita a entrar. Se miran fijo, sus ojos la atraviesan. Luce bellísima. “Los pasajeros judíos de los trenes hacían el amor camino a los campos de concentración, algunos de ellos , lo hacían, era un impulso…”, recuerda él, mientras detiene sus ojos en el entrecejo. Ella musita algunas palabras que él no logra capturar.
Ella se arquea sobre la mesa, boquea, alza la voz, le cuenta que su prima Raquel está agonizando en el Rebagliati, que es cuestión de horas, que necesita contárselo a alguien, que le teme a la muerte y más todavía a la enfermedad. “Miles de tubos cruzan su rostro, penetran sus venas y sus fosas nasales, parece pálida, está pálida, medio muerta”…Ella describe el escenario. Él la evade, lee unos versos de Watanabe sobre el cuerpo, sobre lo deleznables y frágiles que somos, sobre la precariedad de la existencia, pareciera que trata de convencerla de algo, pero ella ya está convencida. Es inútil. No se inmuta, solo piensa en Raquel. Él también piensa en Raquel, una joven princesa de 30 años de ojos azulinos y piel alabastrina que muere sin fuerzas siquiera para morirse. “Pensé que nunca se iba a morir, la belleza se me hacía inmortal”…
Ella se acerca, él no la detiene. Lo besa sin avisar, él la tiende sobre el escritorio, socava las piedras como animal enfurecido, los cuerpos se incendian, un cometa se estrella contra el estante, se queman las enciclopedias, siempre el estudio es el mejor lugar para consagrase al amor, todos los fuegos artificiales se reúnen en el cielo, las lámparas se encienden. Los relojes se detienen, enmudecen, “pronto vendrá alguien”. En el colofón feliz, la quietud derrota al movimiento. El silencio llega, ya no es denso como al principio. Ella se viste con rapidez, hace un mohín, se va, sus tacos martillan la calzada, se aleja. Él vuelve a su silleta, teclea, continúa dando letras a su historia. Se siente vivo. Los músculos de su cuerpo emergen como montañas fieras. Volverá a las pesas y a los espejos, al atletismo de su niñez, a las correrías de las montañas, a la velocidad de los bólidos, a los cuerpos y las selvas.
Ambos olvidarán para siempre lo que ocurrió aquella tarde.