El silencio más hermoso
Augusto Menéndez hizo sonar su silbato por última vez y en Matute se instaló el silencio.
Había desconcierto, incredulidad, pero silencio. Un silencio atronador.
Y hermoso. Muy hermoso.
Como un ruido lejano se escuchaban los gritos de los jugadores de Universitario. Unidos por un abrazo de hierro se habían juntado en un rincón de la cancha para descargar su alegría y, por qué no, su furia. Acababan de bajarse a uno de los mejores del torneo en su propia cancha, mostrando autoridad y sentido colectivo. Habían llegado a Matute sin aspavientos, en pleno conocimiento de sus limitaciones. Y así, sin declaraciones destempladas, concentrándose en lo importante, habían conseguido uno de esos triunfos que no se olvidan así nomás. Un Matutazo de aquellos. Una victoria de la humildad.
Porque esta tarde, en Matute, fue el triunfo del overol. Pese a notables actuaciones individuales -Polo, Carvallo, Guivin, Rugel, Quintero, Corzo-, Universitario fue, ante todo, un equipo. Tras unos primeros 20 minutos de duda, golpeados por la sorpresiva lesión de Alonso, supo reponerse sin olvidar hacia dónde debía llevar el partido para neutralizar a Alianza y manejar las acciones en función de su conveniencia.
Cuando Rugel parecía presa del nerviosismo y a Quina se le soltaban las bisagras, apareció un Carvallo gigantesco para ponerle candado a su arco y manejar el ritmo de las acciones. Crecieron Guivin y Murrugarra, se pegó a ellos Quispe, Quintero se corrió hacia el centro para darle oxígeno a los tres cuartos y dejar que Corzo se comiera la banda. Y cuando había opción de atacar, la pelota era para Polo, no al pie, sino larga para que pique y gambetee al argentino Peruzzi.
No hacía mucho daño la U porque con Quispe más cerca del círculo central y Quintero imbuido en labores de ventilación, la única manera de generar peligro era por arriba. Un cabezazo de Rugel dio la primera alerta; luego Quina mandó un frentazo desviado. Era el presagio de lo que estaba por venir.
ERA POR ARRIBA
La pelota parada era la mejor arma de la crema y por ahí vino el grito inicial: centro de Cabanillas sesgado, sobre el área chica, cabezazo de Quina abajo, desesperada reacción de Campos y Rugel en modo fusilamiento. 1-0 y el primer silencio de la tarde. El plan de Compagnucci empezaba a dar frutos. Alianza entró en modo desesperación. Sus jugadores perdieron la calma y empezaron a lanzar una catarata de pelotazos buscando una frente salvadora. La U se guareció en su campo y apostó por la contra. Hasta que Succar encontró lo que venía buscando toda la tarde: una pelota limpia que lo puso frente a frente con Vílchez. Se lo sacó más por fuerza que por habiidad, entró al área y cual Piero Alva redivivo, decidió enfrentar a Ramos antes que fusilar a Campos. Su gambeta aflojó las viejas clavijas del defensor, a quien no le quedó otra que derribarlo. Penal y tras breve discusión con Quina, el 2-0 definitivo.
Luego vino la expulsión -tonta por donde se le mire- y el aguante casi sin contratiempos porque la desesperación se apoderó de Bustos y llenó su equipo de delanteros. Todos los balonazos iban a las frentes de Quina, Rugel y Corzo o a las manos de Carvallo. Menéndez, quien le salvó la vida a Peruzzi tras una falta criminal contra Polo, alargó la agonía siete minutos.
La famosa caldera terminó ardiendo menos que el mechero de un lamparín. Alianza se creyó ganador antes de empezar el partido, miró a la crema con desdén y olvidó que los partidos siempre hay que jugarlos. Universitario fue conciente de lo que podía dar y se refugió en sus virtudes. Nunca abandonó el overol y entregó una victoria justísima que le da aire en el Clausura y enciende las esperanzas, hasta ayer marchitas, de que el final de este triste 2022 puede ser feliz.