Pedro Ortiz Bisso

Cuando llegué a la redacción de Deporte Total, hace ya 34 años, uno de los momentos que más disfrutaba era cuando los más veteranos se enfrascaban en historias sobre fútbol para aligerar la agonía de los cierres. Uno de los temas recurrentes era quién había sido el mejor centrodelantero parido en estas tierras. Del saque, un nombre surgía casi sin debate: Pedro Pablo ‘Perico’ León. No mencionaban a Lolo -creo que solo Guillermo Alcántara lo había visto-, por ahí alguien decía Valeriano, pero del atacante aliancista repetían maravillas: que intimidaba a los contrarios, avanzaba como un bulldozer, dormía la pelota como nadie… Y algo que siempre llamó mi atención: que dominaba la pelota mejor que Teófilo Cubillas.

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No quiero faltarle el respeto a nadie. Todos tenemos nuestro santoral, algunos marcados por el sesgo del hinchaje, ese que disfraza falencias y agiganta virtudes. De chico fui hincha de Cachito, aunque grité como un descosido los cabezazos de La Rosa, y no he visto gol más bello que el anotado por Franco a Chile, la última vez que les ganamos en Santiago. Sin embargo, si me preguntan cuál fue el mejor delantero que vi con la selección, mi respuesta es rápida y simple: Paolo Guerrero.

Estuve en La Paz con El Comercio, el 8 de octubre del 2004, cuando Autuori sorprendió enviándolo junto con su compadre Jefferson a jugar ante Bolivia. Su empeño no bastó para que superara los cuatro puntos esa tarde de derrota. Días después, generó el empate en Asunción y quedó a un centímetro de darnos el triunfo, cuando en el minuto final su estirada no alcanzó para tocar el balón envenenado lanzado por Jorge Soto.

Sin su coraje y liderazgo, estoy seguro de que no hubiéramos ido al Mundial de Rusia. Son esas dos características, y no solo sus goles, las que lo hacen distinto y convierten en el mejor. En un momento clave de esa eliminatoria, supo asumir la responsabilidad que la historia le confirió. Entendió que la sabiduría ganada con los años no solo le había ayudado a ganar sensibilidad en los botines o usar mejor la fuerza en cada salto, sino también a convertirse en el capitán que ese grupo necesitaba para romper con décadas de frustraciones. Y, quizás lo más importante, hacer que la gente se vuelva a enamorar de la selección.

Como a otros grandes, le ha costado darse cuenta de que el músculo ya no resiste como antes, que los reflejos son más lentos, que la velocidad no es la misma. No es momento de hacer cuentas ni pedir explicaciones. Tampoco de recordar sus exabruptos o sus reacciones de niño. Hoy solo nos toca hacer una cosa: decirle gracias, Muchas gracias, Paolo. De corazón.

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