Ajeno al tráfico porteño, en la rotonda de la avenida Mariscal Castilla en el barrio de Palermo, se instala el que quizás sea el más bello monumento del Libertador. Realizado un siglo después de su muerte, la escultura lo retrata sin caballo ni sable. Es la imagen de José de San Martín anciano, vestido de civil, leyéndoles un cuento a sus nietas Merceditas y Josefina. Realizada en bronce, descansa sobre un pedestal de granito que lucen tres bajorrelieves que evocan actividades cotidianas posteriores a sus días de gloria: limpiar sus armas, cultivar sus dalias, posar desde la ribera del Sena, lejos del Río de la Plata.
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Los peruanos saben bien de su genio militar, de su Regimiento de Granaderos a Caballo, de su epopeya al cruzar los Andes, y de sus triunfos decisivos en batalla antes de proclamar la independencia de nuestro país. Sin embargo, esta historia tiene que ver con otra imagen y otro pedestal, ligada al “El abuelo inmortal”, como se titula el único monumento que lo recuerda al final de su vida. Desprovisto de medallas, del general quedan su integridad y su sencillez.
¿Cuándo el libertador de América se convirtió en el abuelo inmortal? Se trata de una historia larga y plagada de silencios. Es lo que la historiadora de arte Laura Malosetti llama la fortuna crítica de los retratos de los héroes, o cómo algunas efigies van prevaleciendo sobre otras a lo largo del tiempo.
Imagen desdibujada
Ser considerado, junto a Bolívar, el Libertador de la Nación, no significa que la vida y obra de San Martín hayan sido comprendidas. De hecho, la historiadora de la Universidad Católica Margarita Guerra nos advierte que relatos plagados de puntos oscuros y malos entendidos han ido desdibujando su figura en el Perú. Cuando ella era estudiante, en la década del cincuenta, la imagen de San Martín era la del gestor de la libertad. Sin embargo, con el tiempo, ya sea por la aparición de nuevos estudios o porque la figura de Bolívar se ha fortalecido, para ella la figura del argentino se nos ha vuelto mucho más contradictoria.
Guerra nos habla de una población desconcertada: “Lo que la gente esperaba era la guerra y la convocatoria al Congreso, y ninguna de ellas las hizo San Martín”, dice. Y si la gran ilusión de quienes luchaban por la libertad era establecer una República, allí estaba San Martín hablando de Monarquía constitucional, proclamando el protectorado y reuniendo para sí todo los poderes. “La gente empezó a percibir que San Martín era una continuación de la figura del virrey. Para una sociedad que estaba esperando revolución, ruptura y participación en las decisiones, evidentemente eso desengañó a muchos”, explica la historiadora.
Pero, como alerta Guerra, quedarnos en aquellas percepciones nos hace perder de vista el proyecto de San Martín al venir al Perú: intentar ganar una “batalla blanca”, más política que militar, buscando convencer a los españoles reconocer la Independencia del Perú sin derramar sangre. Lástima que la historia fuera muy distinta.
Como el Quijote
Voraz lector, en su retiro europeo el viejo general era devoto seguidor de las andanzas de El Quijote. Poseía ediciones de distintos idiomas, subrayadas por él y comentadas al margen. Quien haya leído su correspondencia podrá apreciar incluso su estilo plagado de figuras cervantinas. Quién sabe si San Martín se sentía identificado con el ingenioso Hidalgo, ambos caballeros errantes, ambos dedicados a sus sueños de justicia, ambos defensores de la libertad y, por ciertos, acusados de locura por sus enemigos.
Los historiadores son poco dados a especular de la forma en que lo hacemos los periodistas. Para la uruguaya Laura Malosetti, está claro que San Martín no estaba loco. “Su concepto de realidad era muy concreto y ajustado a sus posibilidades. El cruce de los Andes fue una estrategia tan inteligente que sorprendió al enemigo desprevenido. Sus decisiones insospechadas no son fruto de una desconexión con la realidad, sino producto del pensamiento científico de la guerra”, afirma.
Para su colega Cristina Mazzeo también resulta difícil definir la identificación del viejo Protector con el personaje literario, sin embargo, si se anima a llamar “quijotesca” la solución monárquica ideada por San Martín para los nacientes países. Como la de Alonso Quijano, aquella era una fantasía, una posición en las antípodas de las ideologías de entonces, que bebían del ideario de la revolución francesa. “El visualizaba una América muy similar a Europa, con una nobleza al mismo nivel”, afirma la historiadora de la Católica. Aquella ilusión fueron sus molinos de viento.
Sin lugar en América
Al abandonar el Perú tras su reunión con Bolívar en Guayaquil, y luego de una difícil temporada en Chile, con diarios sureños que le acusaban de llevarse una fortuna en oro consigo (Las ‘fakes news’ son más antiguas de lo que creemos), San Martín volvió a la Argentina en 1824, solo para despedirse de su fallecida esposa Remedios de Escalada y partir a Europa con su pequeña hija Mercedes. Su exilio no puede entenderse sin analizar el papel de sus dos enemigos mortales, Carlos de Alvear y Bernardino Rivadavia, quienes lo ningunearon, persiguieron, difamaron y amenazaron. Son tiempos en que Argentina está atravesada de tensiones, debatiéndose a golpes qué modelo de gobierno seguir, si federal, si monárquico, si centralista, opción esta última que terminó imponiéndose en detrimento de las provincias.
Desde su partida a Europa hasta su muerte en Boulogne-sur-Mer, 26 años más tarde, sabemos muy poco. San Martín será testigo de las revoluciones en el París de 1830 y 1848. Radicó la mayor parte del tiempo en los suburbios de la capital francesa, viviendo de la renta de una casa en Buenos Aires y de la ayuda de algunos amigos. Convivía con las úlceras, el asma, el reuma y la ceguera. A partir de 1845, logrará tener una vida algo más estable gracias al dinero que le envía el presidente Ramón Castilla desde el Perú.
Partir a Europa fue una demostración de desprendimiento. O como afirma Margarita Guerra, también de desilusión al encontrar que Argentina, Chile y el Perú coincidían en sus enfrentamientos políticos. Un Héroe se vuelve inmortal no por vencer en batalla, sino por saber cuándo hay que rechazarlas. Y San Martín siempre se mantuvo a raya de los conflictos fratricidas.
La foto del abuelo
Para que el padre de la patria se convierte en abuelo inmortal es necesario cambiar de imagen. Y para la historiadora Malosetti esta tiene el formato del daguerrotipo tomado en Francia dos años antes de su muerte, que hoy se exhibe en el Museo Histórico Nacional en Buenos Aires. El abuelo José posó en dos tomas, una de ellas extraviada, aunque reproducida antes por su hija Mercedes en tarjetas de visita. En aquellas imágenes, San Martín luce sus 70 años, algo achacoso aunque su mirada lúcida prevalece. En uno su mano derecha se encuentra dentro de la levita, mientras que en la foto extraviada coloca ambas manos sobre los apoyabrazos de la silla. Algunos investigadores sindican al famoso fotógrafo parisino Robert Bingham como el autor. Otros señalan a los hijos del marqués Alejandro Aguado, amigo y vecino de San Martín, que comenzaban una intensa actividad como fotógrafos aficionados.
“San Martín es el único de los libertadores que llegó a ser fotografiado. Y frente a una foto, desarrollamos un pacto de credibilidad muy fuerte. No hay intermediario humano: es la luz que impresiona una placa la que nos da la idea de que el personaje estuvo allí”, dice Malosetti. Aquella imagen, popularizada a través de grabados, se impuso en el imaginario argentino a los retratos pintados en sus momentos de gloria, como el que le hiciera el limeño Gil de Castro a la mitad de su campaña chilena, entre Chacabuco y Maipú, y que fuera descartado por los historiadores de fines del s. XIX a causa de su estilo colonial tardío, anticuado para un gusto neoclásico. En efecto, el ícono del San Martín anciano prevaleció en el papel moneda y las estampillas y, más importante aún, en la enseñanza escolar. Es el abuelo de la patria, sereno y confiable, quien simboliza la solidez en una nación que conoce pocos periodos de estabilidad.
Perón sale en la foto
Pero volvamos a la rotonda de la avenida Mariscal Castilla en Palermo. El autor del monumento, el escultor Ángel Ybarra García, realizó el molde del rostro de San Martín a partir del ya célebre daguerrotipo francés, mientras que, para la figura de sus nietas, el artista se inspiró en dos pequeñas vecinas. El monumento fue inaugurado en 1951, siendo uno de varios encargos solicitados por el régimen de Juan Domingo Perón. El dictador argentino, confeso admirador del libertador, supo valorar aquella imagen reflexiva como un símbolo nacionalista que podía oponer al liberalismo tanto de Carlos de Alvear y Bernardino Rivadavia, como a la oligarquía de mediados de siglo XX. Gestos que le granjeaban el apoyo del interior del país, confrontado a lo largo de un siglo con la capital liberal.
El líder justicialista llevó su obsesión por San Martín al límite. Ya en 1947, en su primer año de gobierno, pide a su colega de ultramar, Francisco Franco, a quien había provisto de trigo terminada la Guerra Civil, le pidió mandar investigar dónde estaba enterrado el Padre del libertador, Juan de San Martín y Gómez, para repatriarlo. La tumba se encontró finalmente, y don Juan, quien descansaba en paz desde 1796 en la iglesia de Santiago, en Málaga, retornó junto con la lápida del nicho, el acta notarial del hallazgo entre otros documentos.
Sin embargo, nada se compara en dispendio al imponente desfile militar con que Perón conmemoró el primer centenario de la muerte de San Martín, el 17 de agosto de 1950, cuyos documentales de época cuelgan en YouTube. En el acto participaron fuerzas armadas de cinco países, destacando el gobierno de Manuel A. Odría al enviar a Buenos Aires la histórica campana de Huaura, que repicara el 20 de noviembre de 1820 en la primera declaración de Independencia, ocho meses antes de proclamarse en Lima.
¿Y qué pasó con el escultor mimado del régimen? Ybarra García no pudo concluir su más ambicioso proyecto, el Monumento al Descamisado, como se referían a los entonces partidarios peronistas, a causa del golpe de estado que derrocó a Perón en 1955. Sin el respaldo del líder, el artista pasó al olvido.
¿Murió el abuelo?
Poco antes de terminar la entrevista telefónica, Laura Malosetti, académica de número de la Academia Nacional de Bellas Artes de Argentina, nos cuenta una anécdota tragicómica. Recuerda la primera vez que cruzó con su familia la cordillera en un auto viejo, con tendencia a recalentarse. Comentaban lo difícil que habría sido para San Martín cruzar a caballo aquellos nevados, intentando imaginar tamaña proeza. Su hijo Federico, entonces de cinco años, pregunta dónde vive el abuelito San Martín.
-No -le dijo ella. -San Martín murió.
Entonces el niño soltó un torrente de lágrimas que los acompañó el resto del viaje. El pequeño había descubierto allí mismo lo efímero de la existencia del símbolo. “Hasta ese punto llega la educación de los niños argentinos al presentar la imagen de San Martín como el abuelito de la patria”, recuerda divertida.
Cuelgo el teléfono y no dejo de envidiar ese niño, para quien un héroe no resulta una efigie ecuestre sino un afable símbolo de confianza y seguridad. En una época en que andamos escasos de ejemplos, la imagen del viejo libertador une más que una bandera. De regreso de todas sus batallas, ausente 170 años, el abuelo de la patria nos podría hacer soñar en un país basado en la confianza. Quizás valdría la pena, en medio de nuestras propias discordias intestinas, que los peruanos también miráramos aquel viejo daguerrotipo de un héroe que supo cuándo retirarse del campo de batalla y proponer una unión que nos hermane.
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