Solsiret Rodríguez, estudiante de Sociología y activista de #NiUnaMenos, desapareció el 23 de agosto del 2016. Luego de casi cuatro años, la semana pasada hallaron sus restos en la casa de Andrea Aguirre, pareja de su cuñado, Kevin Villanueva. Esta última confesó primero que se habría caído de un cuarto piso, tras una discusión. Pero esto ha sido descartado por la PNP, que dice que se trataría de un asesinato, por los golpes que presenta en el rostro. Andrea y Kevin son los principales sindicados. El conviviente de Solsiret y padre de sus dos hijos, Brian Villanueva es testigo, pero su participación en la búsqueda de Solsiret (al haber declarado a la PNP, por ejemplo, que ella escapó a Huaraz) podría complicar su situación legal.
La fiscalía imputa a Kevin y Andrea el delito de homicidio calificado (con gran crueldad), en calidad de coautores. ¿Podemos hablar también de feminicidio? Si las investigaciones revelan que su cuñado, Kevin –quien, según el padre de Solsiret, la habría acosado sexualmente–, le causó también la muerte, podríamos hablar de un feminicidio dado el contexto de violencia previa, en vez de un homicidio. ¿Y Andrea? El delito de feminicidio regula “el acto de matar a una mujer por su condición de tal”. A primera vista, no exige que el acto sea cometido por un hombre o una mujer. Sin embargo, la Corte Suprema de Justicia en su acuerdo plenario del 2016 indicó que solo puede perpetrarlo un “hombre en sentido biológico” contra “una mujer en sentido biológico” (excluyendo a las mujeres trans). Esta interpretación que, a mi juicio, es errada, podría ser dejada de lado si un juez o fiscal argumentase debidamente las razones para apartarse de un criterio que, en principio, sería vinculante.
Es cierto que no basta que una víctima de homicidio sea mujer para que este sea calificado de feminicidio. Aunque pasa en la mayoría de casos, tampoco basta que lo cometa un hombre “biológico” para que sea así. De ahí la importancia de interpretar el delito en función de su razón de ser: ¿por qué y para qué existe? El feminicidio es la manifestación más cruenta de un continuo de violencia de género. Aunque este tipo de violencia sea mayoritariamente ejercido por varones (dado el poder ostentado), también puede practicarlo una mujer (contra otra mujer). Piense en la violencia que ejercen mujeres que colocan a otras mujeres en situación de trata con fines de explotación sexual; un fenómeno, lamentablemente, frecuente.
El feminicidio tiene una pena mayor porque no solo pone en riesgo la vida de la víctima (como en un homicidio), sino que lesiona también su derecho a la igualdad (al ocurrir en un contexto de discriminación). En buena cuenta, la violencia extrema perpetrada es el castigo hacia una mujer que desafía estereotipos de género que le exigen ser, por ejemplo, sumisa, callada, dócil, delicada, disponible sexualmente, recatada, obediente, etc. ¿Quién era Solsiret? Una mujer activista que denunciaba la violencia contra otras compañeras y contra sí, que rechazó, según su padre, la violencia sexual ejercida por parte de su cuñado. Una mujer que peleaba contra un sistema estructuralmente diseñado para oprimir a mujeres como ella.
Lo de Solsiret fue la respuesta más feroz y violenta por parte de quienes no podían tolerar la afrenta que ella representaba a un sistema que le exigía una docilidad que ella no iba a respetar. Aunque todo parece indicar que habría más involucrados en el crimen, por lo pronto, sabemos que ella habría rechazado varias veces la violencia de un hombre que la cosificaba y de una mujer que no toleraba que rompiera con el mandato que obliga a las mujeres a callar (o a no “provocar” al hombre que tiene “dueña”). Lo de Solsiret fue también un feminicidio. No llamarlo por su nombre es invisibilizarlo. Como pasó con su desaparición.