Cuando oficialmente adquirí el estado civil de divorciado, lo primero que hice fue adoptar una mascota. No un perro. No un hámster. No una iguana. Chachi, el gatito persa, llegó a mi vida. Las bromas sobre hombres y gatos son harto conocidas, y la verdad me tenían sin cuidado. Chachi se había convertido en un compañero inseparable. Siempre fue muy cariñoso conmigo y marcó territorio desde el primer día que tomó posesión de mi cuarto.
Yo no soy de los que tienen animales para que duerman en la lavandería, la cocina o la azotea. Si vienes a vivir conmigo, compartes todo. Y es con esa filosofía que dormíamos juntos y compartíamos el mismo baño –él en su cajita de arena perfumada y yo en el inodoro, uno frente al otro, mirándonos a la hora de ustedes ya saben qué. Almorzábamos juntos; él comía su latita especial de comida para gatos y yo mi latita de grated de atún con cebollita picada, mayonesa y papa sancochada. Por las tardes nos íbamos al parque Acosta, en la vereda de Magdalena, a pasear. Recalco en la vereda de Magdalena porque si yo me movía medio metro hacia el lado de San Isidro, Chachi se molestaba. A diferencia de los vecinos de esa zona, que ruegan a las veinte mil vírgenes que cambie la zonificación para volverse sanisidrinos, Chachi no se sentía menos en la vereda donde los predios no valen más.
Así éramos, uña y mugre. Todos los días a las 5 a.m. en punto me lamía el cuello con su áspera lengüita para despertarme. Y en las noches de invierno limeño se metía debajo de mis sábanas a la altura de mis pies cual media de peluche. Por aquel entonces ninguna señorita fue invitada a pisar mi casa y mucho menos mi cama. Solo mi hija gozaba de los beneficios de la propiedad bajo el consentimiento de mi gato. Ni mi mamá pudo entrar durante unos meses a mi cuarto, pues Chachi se plantaba en la puerta y, amenazante, levantaba su patita derecha con sus uñas afiladas. Si quería tener intimidad con alguien, debía llevar a la señorita a un hostal. No me importaba comerme el roche, pues pensaba que aún vivía con mis papás.
Cuando conocí a Carla tuve especial cuidado en explicarle que Chachi era particularmente celoso conmigo. Igual las escenas no se hicieron esperar. Chachi no nos dejaba solos ni un instante, a tal punto que tuve que pasar noches completas en el departamento de mi novia pues no permitía que estuviéramos juntos. Estaba entre la espada y la pared, pues yo quería estar con Carla y Chachi quería estar conmigo. Fue en medio de esta crisis que recordé a mi amiga Anneliese Fiedler, quien en alguna oportunidad me contó que llevaba a su gato al psicólogo.
Era momento de hacer terapia gatuna los tres. En las sesiones no hice más que confesarle al doctor – entre lágrimas– que no soportaba la indiferencia de mi gato. Desde que me enamoré, ya no me iba a despertar con su ronroneo cariñoso. Y encima, como para desafiarme, se había hecho pichi en mi cama. Pero lo que colmó el vaso y terminó de partirme el corazón fue el día que Chachi, después de sentarse en su cajita de arena, se acercó a mí y me puso la cola sucia en la cara y, con mirada de desprecio –mismo padre Maritín–, se dio media vuelta y no volvió más a acurrucarse a mi lado.
El diagnóstico fue demoledor: “Carlos, en este mundo de los gatos no hay espacio para tres personas. El hecho de que ya no te lama el cuello y que, además, te haya pasado el trasero sucio por la cara y se esté orinando en tu cama es sinónimo del más profundo desprecio. Tienes que decidir: o Carla o Chachi”.
Para hacerla corta, acabo de cumplir dos años junto a Carla y Chachi fue generosamente acogido por mi prima Ingrid, quien también ama los gatos con locura. Cuando voy a su casa, Chachi ya no es Chachi. Ahora es Jerry, por recomendación de su psicólogo. Lo miro y siento como si me dijera: “Si te vi, no me acuerdo, miserable”.
Esta columna de Carlos Galdós fue publicada en la revista Somos. Ingresa a la página de Facebook de la publicación AQUÍ.
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