Chachi y yo, por Carlos Galdós
Chachi y yo, por Carlos Galdós
Carlos Galdós

Cuando oficialmente adquirí el estado civil de divorciado, lo primero que hice fue adoptar una mascota. No un perro. No un hámster. No una iguana. Chachi, el gatito persa, llegó a mi vida. Las bromas sobre hombres y gatos son harto conocidas, y la verdad me tenían sin cuidado. Chachi se había convertido en un compañero inseparable. Siempre fue muy cariñoso conmigo y marcó territorio desde el primer día que tomó posesión de mi cuarto.

Yo no soy de los que tienen animales para que duerman en la lavandería, la cocina o la azotea. Si vienes a vivir conmigo, compartes todo. Y es con esa filosofía que dormíamos juntos y compartíamos el mismo baño –él en su cajita de arena perfumada y yo en el inodoro, uno frente al otro, mirándonos a la hora de ustedes ya saben qué. Almorzábamos juntos; él comía su latita especial de comida para gatos y yo mi latita de grated de atún con cebollita picada, mayonesa y papa sancochada. Por las tardes nos íbamos al parque Acosta, en la vereda de Magdalena, a pasear. Recalco en la vereda de Magdalena porque si yo me movía medio metro hacia el lado de San Isidro, Chachi se molestaba. A diferencia de los vecinos de esa zona, que ruegan a las veinte mil vírgenes que cambie la zonificación para volverse sanisidrinos, Chachi no se sentía menos en la vereda donde los predios no valen más.

Así éramos, uña y mugre. Todos los días a las 5 a.m. en punto me lamía el cuello con su áspera lengüita para despertarme. Y en las noches de invierno limeño se metía debajo de mis sábanas a la altura de mis pies cual media de peluche. Por aquel entonces ninguna señorita fue invitada a pisar mi casa y mucho menos mi cama. Solo mi hija gozaba de los beneficios de la propiedad bajo el consentimiento de mi gato. Ni mi mamá pudo entrar durante unos meses a mi cuarto, pues Chachi se plantaba en la puerta y, amenazante, levantaba su patita derecha con sus uñas afiladas. Si quería tener intimidad con alguien, debía llevar a la señorita a un hostal. No me importaba comerme el roche, pues pensaba que aún vivía con mis papás.

Cuando conocí a Carla tuve especial cuidado en explicarle que Chachi era particularmente celoso conmigo. Igual las escenas no se hicieron esperar. Chachi no nos dejaba solos ni un instante, a tal punto que tuve que pasar noches completas en el departamento de mi novia pues no permitía que estuviéramos juntos. Estaba entre la espada y la pared, pues yo quería estar con Carla y Chachi quería estar conmigo. Fue en medio de esta crisis que recordé a mi amiga Anneliese Fiedler, quien en alguna oportunidad me contó que llevaba a su gato al psicólogo.

Era momento de hacer terapia gatuna los tres. En las sesiones no hice más que confesarle al doctor – entre lágrimas– que no soportaba la indiferencia de mi gato. Desde que me enamoré, ya no me iba a despertar con su ronroneo cariñoso. Y encima, como para desafiarme, se había hecho pichi en mi cama. Pero lo que colmó el vaso y terminó de partirme el corazón fue el día que Chachi, después de sentarse en su cajita de arena, se acercó a mí y me puso la cola sucia en la cara y, con mirada de desprecio –mismo padre Maritín–, se dio media vuelta y no volvió más a acurrucarse a mi lado.

El diagnóstico fue demoledor: “Carlos, en este mundo de los gatos no hay espacio para tres personas. El hecho de que ya no te lama el cuello y que, además, te haya pasado el trasero sucio por la cara y se esté orinando en tu cama es sinónimo del más profundo desprecio. Tienes que decidir: o Carla o Chachi”.

Para hacerla corta, acabo de cumplir dos años junto a Carla y Chachi fue generosamente acogido por mi prima Ingrid, quien también ama los gatos con locura. Cuando voy a su casa, Chachi ya no es Chachi. Ahora es Jerry, por recomendación de su psicólogo. Lo miro y siento como si me dijera: “Si te vi, no me acuerdo, miserable”.

Esta columna de Carlos Galdós fue publicada en la revista Somos. Ingresa a la página de Facebook de la publicación 

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