Carmen McEvoy

Desde los tiempos antiguos, el siete fue considerado un número mágico. Para los pitagóricos, la cifra establecía un puente directo entre la tierra y el cielo, coincidiendo con la interpretación bíblica de lo perfecto. Será tal vez por ello –y por su evidente interés por lo oculto– que Dante Alighieri utilizó la suma del cuatro y el tres para su construcción del purgatorio.

En la “Divina Comedia”, el purgatorio era la montaña más alta del mundo –rodeada por agua– y el lugar de tránsito de una multitud de almas, que arribaban en barcas conducidas por ángeles para trepar una complicada escalera que con suerte los llevaría al reino celestial. En un espacio-tiempo considerado de expiación, reflexión y arrepentimiento existía un espiral de siete círculos, representando cada pecado capital. Lo más fascinante de esta construcción simbólica –que tomó prestada la imagen de un zigurat mesopotámico– es que la liberación del pasado pecador era posible luego de una serie de pruebas específicas destinadas a purgar una secuencia de perversiones humanas.

Este último jueves, aquel siete de la imaginación artística de Alighieri, para quien el peor pecado era sin duda el desamor y la indiferencia hacia el prójimo, adquirió un tinte espeluznante en nuestro abismo. Tres más cuatro fueron los asesinados –y me quedo corta– en esta república del horror, que a la fecha deambula sin rumbo fijo. En el infierno peruano –ya ni siquiera es un purgatorio con protocolos y rituales para consolar el cuerpo y el alma humana–, los más vulnerables pagan con su vida la ineptitud de un gobierno cosmético, que falla en su función principal: velar por la vida de los ciudadanos. Ese fue el caso de Sulma, una madre asesinada a quemarropa, junto con sus dos hijos en su modesta vivienda de Ate, un populoso distrito limeño, escenario de la última serie de macabros asesinatos. A mí, personalmente, me impactaron dos historias. Y acá me refiero a la muerte de una joven llamada Yorlani Moreno, que salió de un carro con la cabeza colgando, porque fue degollada, para dar unos cuantos pasos antes de caer, en la víspera de cumplir 22 años. Unos días antes, un reciclador encontró los restos humanos, aparentemente de otra mujer asesinada, en un tacho de basura. Sus dos brazos habían sido quemados para evitar su reconocimiento y, lo que es aún peor, su derecho a una digna sepultura.

Hace algún tiempo leí que en el infierno el “yo” junto a su desesperación son inseparables, lo que lleva a lo que será definido como “la claustrofobia del narcisismo”. Frase muy relevante si se tiene en consideración que, en este infierno de vesania desatada a escala mundial, no estamos solos. Ya que resulta inocultable el narcisismo de quien nos “gobierna”, ahora descrita por sus compadres como la víctima de una tragedia nacional, que obviamente le es ajena. En esa claustrofobia de un poder no asumido y por ello permanentemente maquillado, asistimos a un acto de desfiguración política, perpetrado por la primera mujer provinciana que alguna vez cantó “Falsía” y ahora representa a un Perú en proceso de autodestrucción.

Para Dante, el infierno humano parte de la poca sensibilidad –ahora diríamos empatía– hacia los mortales. En un extraordinario análisis de la última edición de “Purgatorio”, Leeore Schanairson nos recuerda la urgencia que tenía Primo Levi por dar su testimonio de lo vivido en Auschwitz, en donde la lectura de Dante lo acompañó en sus horas más amargas. Ciertamente, Levi reflexionó sobre un mundo de cultura y excelencia, fuera de ese campo infernal en el que se encontraba atrapado. Luego de ver el rostro del horror, su objetivo fue cambiar los corazones y mentes en un proceso de humanización que no evadía sino asimilaba valientemente la memoria infernal. En ese sentido, D.M. Black señala –en la introducción de ese libro– que las terrazas del purgatorio dantesco son lugares simbólicos en los que, si se resisten la inconsciencia y el olvido, puede ocurrir una profunda sanación mental y espiritual. Así, el viaje en círculos deja de ser una jornada sin sentido para constituir un camino de experiencia, reflexión y rectificación a través de una memoria que incorpora cada evento en un legado histórico invaluable.

Y aquí, como historiadora apenada por nuestras tragedias cotidianas, imagino a un Perú peregrino buscando, en medio de sus desgracias, el camino sanador que lo conduzca a la elevación que merece.


*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carmen McEvoy es historiadora

Contenido Sugerido

Contenido GEC