Uno de los problemas de la cuarentena es que nos preguntamos con frecuencia si los sacrificios a los que nos obliga valen la pena. Las medidas que en un primer momento parecieron muy apropiadas pueden también generar frustración y rebeldía, según los casos. El confinamiento es vivido como una prisión, y hasta cierto punto lo es. Nadie debería discutir, sin embargo, que no hay otro modo de evitar la expansión de la pandemia.
Por algún motivo he recordado en estos días la novela de Martín Adán, “La casa de cartón”. Desde su título, el autor parece recordarnos de nuestra precaria existencia, protegida por una construcción muy débil, casi hecha de papel. El libro es una suma de reflexiones y observaciones, la historia de un testigo sensible de la realidad que parece verlo todo desde la ventana o la puerta su casa. Desde las primeras líneas que describen el invierno de Barranco, “raro invierno, lelo y frágil”, se trata de una especie de diario de adaptación a una realidad siempre excepcional. Es también la novela de un personaje confinado, como lo estamos todos ahora.
En un pasaje famoso el narrador afirma: “Ser felices un día…Ya lo hemos sido tres meses cabales. Y ahora, ¿qué hacemos? ¿Morir?”. Luego de mirar la tarde, “serena y continente”, surge una invocación: “Cuenta, Lucho, cuentos de Quevedo, cópulas brutas, maridos súbditos, monjas sorprendidas, inglesas castas. Di lo que se te ocurra, juguemos al psicoanálisis, persigamos viejas, hagamos chistes…Todo, menos morir”.
Este pasaje siempre me ha ayudado en momentos de crisis. La idea de realizar cualquier actividad para soslayar la muerte (“todo menos morir”) es tan estimulante como útil (digamos) en muchas circunstancias. Y se aplica a nuestra situación actual. El narrador de “La casa de cartón” está confinado y teme a la muerte, como ocurre con todos nosotros hoy en día. Y sin embargo, desde ese encierro solitario invoca a la intransigencia de vida. Su ocupación principal, y acaso la de la mayoría de las personas, es la de postergar la muerte por cualquier medio. Una serie de Enrique Polanco sobre “La casa de cartón” y Martín Adán ha retratado su magnífica soledad entre los árboles. Es también la de su personaje.
Quizá al escribir esta novela, que apareció en 1928 (con la colaboración de José Carlos Mariátegui y Estuardo Núñez), Martín Adán no adivinaba que estaba escribiendo para sus compatriotas de casi un siglo después.
Las novelas nos ayudan a vivir y especialmente a sobrevivir, lo mismo que los recuerdos, que bien podrían ser un género literario.
Conversando con amigos y parientes, decíamos que no vivíamos una época de incertidumbre como esta desde los tiempos de Sendero Luminoso, cuando los ataques, apagones y explosiones eran una rutina. Por entonces, salir de casa era indispensable pues significaba que no les teníamos miedo a los terroristas y que no les daríamos el gusto de interrumpir nuestra vida normal. Un hito de esa consigna fue la presentación de los diarios de Julio Ramón Ribeyro, ante una sala llena, a mediados de 1992, cuando el gran cuentista peruano se refirió a la necesidad de resistir a la “barbarie”. En los años de Sendero salir a la calle era un acto de coraje. Hoy, en cambio, lo es quedarse en casa. El enemigo no quiere que nos quedemos, sino que salgamos a infectarnos. Salir a la calle es darle gusto al virus. Solo con ese aprendizaje será posible lo que dice el narrador de Martín Adán sobre el invierno que “parece que va a hendirse en el cielo y dejar asomar una punta de veran”.