¿Lula o Bolsonaro? Es el dilema que enfrentarán los brasileños en pocas semanas. Hace 200 años afrontaron un dilema quizás más complicado: si mantener su vinculación con o romper dicho lazo, sumándose a la corriente continental de rechazo al tutelaje europeo. Tal vez no advirtieron que estaban cambiando un tutelaje por otro, pasando de lo que los historiadores han llamado el lazo imperial formal al informal. Pero la historia pocas veces permite avizorar lo que vendrá.

El camino a la autonomía de nuestro vecino mayor fue más pausado y estuvo libre de la guerra y violencia que marcó la independencia de Hispanoamérica. Ocurrió que, con ocasión de la invasión napoleónica a la península ibérica, a diferencia del rey de España, que cayó en la celada de Bayona, donde terminó secuestrado y renunciando a su corona, la monarquía portuguesa se puso a salvo, trasladando toda la Corte a su colonia más importante, que era . Un día antes de la toma de Lisboa por los franceses, una flota de 40 embarcaciones trasladó a 15 mil portugueses hasta la costa americana, escoltados por navíos de guerra británicos.

La instalación de la Corte de Joao VI en Río de Janeiro en marzo de 1808 fue un hecho inédito en la historia del imperialismo, puesto que implicó la inversión de papeles entre la metrópolis y su colonia. Al convertirse en la sede del gobierno imperial, Brasil pasaba a ser la metrópolis y Portugal, la colonia. Se cuenta que la Junta Central de Sevilla, que se organizó en España para resistir a la invasión francesa, barajó también la alternativa de trasladarse a México si las cosas se ponían difíciles, pero terminaron quedándose en el puerto de Cádiz. A un tris de repetir la misma metamorfosis.

Una vez en Río, el gobierno lusitano celebró un tratado comercial con Inglaterra, cuyas embarcaciones y productos pasaron a tener unas facilidades para el comercio de las que ni siquiera gozaban los portugueses. La instalación de la Corte real en Río significó una transformación como la de Cenicienta en princesa. Se abrieron plazas y se pavimentaron calles; se levantaron palacios para las reparticiones públicas; por primera vez hubo una imprenta y comenzaron a producirse libros y periódicos; se abrieron museos y jardines botánicos y la educación recibió un fuerte impulso con la apertura de colegios y escuelas de arte, tanto de nivel básico como avanzado. En 1815, el gobierno de don Joao proclamó la instauración del Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve, con lo cual, si bien en la enumeración de los dominios no se respetaba el orden alfabético, Brasil pasaba a ser una parte integrante de la monarquía en igualdad de condiciones que Portugal. Podría considerarse que este decreto convertía ya a Brasil en un país independiente.

Por supuesto que en Portugal la gente ardía de rabia. No solamente sus comerciantes y productores habían perdido el mercado brasileño, sino que, además, debían enviar hombres y recursos a Brasil para mantener al ejército y la Corte. En 1820, el descontento desembocó en una revolución liberal en Oporto que, una vez triunfante, convocó a unas Cortes que redactarían una Constitución destinada a convertir el reino de los Braganza en una monarquía constitucional. Estas Cortes presionaron al rey para su retorno a Lisboa, lo que este terminó haciendo en 1821, pero dejando en Río a su hijo Pedro como príncipe regente. Así, teníamos al rey gobernando en la metrópolis y al hijo en la colonia. Pero las Cortes portuguesas exigían el retorno de la familia real completa, porque tener al príncipe heredero en Brasil acarreaba el peligro de volver a sufrir la pérdida de la sede del gobierno imperial. Don Pedro, que a la sazón era un joven de 23 años, de los que más de la mitad los había pasado en Brasil, era, a su turno, presionado por la sociedad local para que no abandonase el país, instándolo a romper con Lisboa si fuera necesario. Esto fue lo que ocurrió en el así llamado Grito de Ipiranga, un riachuelo de Sao Paulo, el 7 de setiembre de 1822, cuando don Pedro se rebeló contra el gobierno de Lisboa y declaró a Brasil un país independiente. El 12 de octubre fue proclamado emperador.

Un destino similar pudo corresponder al Perú, si el plan que San Martín propuso al virrey La Serna en Punchauca (pedir al gobierno español el nombramiento de un príncipe de la familia real para que fuese coronado como monarca local) hubiese triunfado. Fue una alternativa que emergió en varias ocasiones en diversos lugares de Hispanoamérica. Hubiese ahorrado la larga y desgastante guerra que tuvimos, pero también habría retardado las transformaciones sociales que, en medio de todo, trajo la Independencia. En Brasil, el costo de una independencia pacífica fue la mantención en el poder de la aristocracia terrateniente, una ciudadanía restringida y la preservación de la esclavitud hasta una fecha tan tardía como 1888. A cambio de la estabilidad y la paz, ¿habría valido la pena pagar esa factura?

Carlos Contreras Carranza es historiador y profesor de la PUCP

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