“El sistema integrado que propone la Autoridad del Transporte Urbano para Lima y Callao (ATU) generará ahorro en los tiempos de viaje, planificación de rutas (sin superposiciones), reducción de costos de transporte, mejora de tránsito […], menos vehículos particulares y de taxi, así como la reducción de los niveles de emisiones contaminantes. Además, permitirá la integración física, tarifaria, operacional de los modos de transporte existentes”. Tal fue la promesa del Congreso al aprobar la creación de la ATU hace cinco años.
La expectativa, por supuesto, superó largamente la realidad. El transporte público de la capital sigue siendo fragmentado, informal y caótico. Los tiempos de desplazamiento se alargan, las condiciones de transporte no mejoran para los usuarios, la inseguridad crece y los accidentes se suceden. Bajo casi cualquier métrica razonable, es justo decir que la pretendida reforma del transporte en Lima y Callao a cargo de la ATU ha fallado.
Parte de la responsabilidad recae sobre la propia ATU. La integración de los servicios de transporte (alimentadores, corredores complementarios, Metropolitano, línea 1 del metro de Lima, etc.) nunca apareció entre las prioridades reales, a pesar de ser uno de los encargos más importantes de la entidad. Además, la falta de fiscalización y de combate a las unidades informales y piratas hizo mucho más difícil que las empresas operadoras –que habían ganado contratos de exclusividad para sus rutas– dispusieran de los recursos necesarios para brindar el servicio. Varios operadores, incluyendo los de los corredores amarillo, morado y azul, tienen problemas serios para hacer cumplir sus contratos de concesión y mantenerse vigentes. Los corredores complementarios, de hecho, aún no recuperan la demanda de pasajeros que tenían antes de la pandemia. Y el número de intervenciones e incautaciones a los que apuntan los representantes de la ATU para justificar su labor son apenas una gota de esfuerzo en medio de un océano de buses, taxis, coasters y colectivos sin ley.
La otra parte de la responsabilidad es de las autoridades políticas que han entorpecido o directamente saboteado los intentos para ordenar y formalizar el transporte de la capital. Desde el Congreso, por ejemplo, se promovieron leyes de amnistía para que los choferes con papeletas por infracciones graves no paguen sus multas, o para renovar por períodos largos las autorizaciones de circulación de combis y buses que debieron salir de las pistas hace años. En el mismo sentido, desde el Ejecutivo, diferentes gestiones del Ministerio de Transportes y Comunicaciones, como la del exministro Juan Silva, se acomodaron a los intereses de los transportistas informales, no a los de los ciudadanos.
Ahora, desde la Municipalidad Metropolitana de Lima, Rafael López Aliaga, su alcalde, anunció el empadronamiento de colectiveros en la avenida Arequipa. Según el burgomaestre, la medida se toma en respuesta a la suspensión temporal del corredor amarillo. “No es mi culpa. Yo estoy reaccionando a un problema de la ATU”, indicó al respecto. Vale recordar que, a inicios del año pasado, este Diario publicó un extenso informe respecto de la existencia y operación de una red dedicada a la extorsión integrada por choferes informales justamente en esta vía de la ciudad. Los colectiveros –protagonistas de diversos ataques en contra de inspectores de transporte y aliados regulares de mafias– ganan legitimidad con acciones como las de López Aliaga.
Si ni la ATU ni las autoridades nacionales o municipales pueden priorizar el servicio al ciudadano sobre intereses particulares –algunos incluso delictivos–, el panorama a futuro no es prometedor. El ciudadano entiende perfectamente que el caos del transporte que se vive desde hace varias décadas en la capital tiene solución y es hoy consecuencia de decisiones políticas equivocadas que lo colocan como la última rueda del coche. Pero, a diferencia de lo que sucede con los colectiveros y otros grupos de presión organizados, en su auxilio no parece interesarse nadie.