Renato Cisneros

Reconozco la incomodidad, pero me cuesta localizarla. ¿Está en mi mente o en mi cuerpo? Si se halla en mi mente, ¿está en mi imaginación, en mi memoria o en mi bagaje? Y si habita mi cuerpo, ¿está en el corazón o en el hígado?

El 12 de octubre llega, como siempre, envuelto en la controversia que ya conocemos: de un lado están quienes celebran el día de la hispanidad romantizando la colonización de hace quinientos años (o peor, sin saber nada respecto de ella); y del otro, quienes continúan denunciando la violencia, el saqueo y la devastación cultural que supuso aquel proceso, pero sin hacer distingos, buscando a culpables de esas matanzas en el siglo veintiuno, y buscando rentabilizar hasta la saciedad palabras como colonialismo y represión.

Camino por Madrid, donde vivo hace diez años, preguntándome si en el medio de este debate hay un lugar en el medio para quienes no celebramos con fervor ni denunciamos con hastío. También me pregunto por qué ciertas posturas se esfuerzan en exhibir su fanatismo sin reparar que es así como transparentan su inseguridad (el tamaño de tu grito es el tamaño de tu miedo). Lo digo por el cartel que acabo de ver en la marquesina de una parada de bus (cerca de una calle llamada, precisamente, 12 de octubre) y que indica: «Ni genocidas ni esclavistas. Fueron héroes y santos. ¡Feliz día de la hispanidad!». No sorprende que detrás de esa propaganda se encuentren instituciones católicas ultraconservadoras, pero la pregunta persiste: ¿qué reconciliación, qué sentido de la comunidad puede construirse con una muestra de arrogancia tan violenta? El enojo, sin embargo, no me alcanza para promover que se remueva una estatua de Colón (aunque quizá sí para intervenirla y dibujarle cejas, gafas y bigotes caribeños).

Como tantos otros, concluí la secundaria en Perú creyendo lo que decían esos volúmenes de historia que reseñaban la conquista como el «descubrimiento de América» o el «encuentro de dos mundos» (una expresión que siempre he asociado con las películas de Spielberg), y que se referían a España con una solemnidad uterina: «la Madre Patria». Pasa el tiempo y averiguas, lees y escuchas a estudiosos que aclaran el asunto, y entiendes que no, que el indio salvaje no fue redimido por la cruz española, sino que aquello fue una barbarie inimaginable a los ojos de la modernidad. No faltará quien diga: «ya, pero eso pasó hace cinco siglos»; un reparo frecuente al que cabe contestar diciendo: «sí, pero no hay que negar lo que ocurrió». Ese alguien también dirá: «Ya, pero lo mismo sucedió en el resto de Occidente». Y la respuesta se mantendrá igual: «sí, pero no hay que negarlo». Y ese alguien también argüirá: «gracias a ellos tenemos el idioma», y en ese idioma la respuesta seguirá siendo la misma: «No–hay–que–negarlo».

No sé si fue pertinente el pedido de perdón a los pueblos originarios por los excesos durante la colonización, solicitado hace unas semanas por el ex presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador al rey de España; más pareció un gesto populista y manipulador, pero me molesta que las autoridades españolas hayan ignorado olímpicamente la solicitud. Bien podrían haberle dado una vuelta de tuerca y referirse, al menos, a cómo los españoles deben relacionarse con ese pasado remoto que sigue provocando polémicas y del que muchos no tienen ni idea (hay colegios españoles que no enseñan la colonización, o la enseñan pero sin una aproximación crítica).

El único político español que se ha referido al tema directamente ha sido Alejandro Nolasco, un portavoz de Vox que no hizo más que arrojar un potente chorro de gasolina a la discusión: «jamás vamos a pedir perdón, mucho menos por hacer las cosas bien frente a tribus como incas, aztecas o mayas que venían de una cultura horripilante». He esperado ver muestras de rechazo a lo dicho por Nolasco por parte de políticos no extremistas, pero no he tenido suerte (debe ser que no he visto las noticias lo suficiente).

El tema me resulta incómodo –en cuerpo y mente– porque desde hace un año tengo nacionalidad española y siento que eso, que podría ser nada más que la obtención de un papel, me obliga a clarificar respuestas que hoy se me escapan. Dentro de pocos años mis dos hijas, que han nacido en Madrid, me preguntarán por el 12 de octubre y la fiesta nacional, y no quisiera que ese momento me pille sin nada más que estos balbuceos. Quisiera poder hablarles de lo que sucedió, pero cuidándome de la caricatura y la condescendencia.

En resumen, no celebro el 12 de octubre. Tampoco lo condeno ni aborrezco. Creo que es una ocasión perfecta para hacerse preguntas, peguntas incómodas, preguntas acerca del pasado y del futuro. Es una ocasión ideal para hablar de la diversidad cultural, de la resistencia indígena, de la herencia del dolor, pero también para hablar de los abusos raciales del imperio católico. Si para algo sirven estas fiestas de octubre, es para eso: cuestionar, preguntar, indagar, descubrir, entender. Y, si se puede, claro, también para escribir.

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