Karate Vil (o mis vacaciones inútiles)
Las fallidas clases de artes marciales de este blogger en un verano ochentero (y otras historias de las cuales solo una tuvo un final feliz)
Mi rival había sacado ventaja en la calificación. Sus golpes fueron más certeros, su contundencia barría con mi inexperiencia. Tenía que sorprender. Recordé los tres meses de preparación. Encerar, pulir. Corre, Pedro, corre. Quizá no era el más aplicado alumno en las clases de karate pero tenía amor propio y la ilusión de convertirme en un Daniel San. Entonces, el único escape para mi inminente derrota era experimentar una espontánea grulla. Una maniobra de arte marcial solo vista en el cine. Era mi momento, la oportunidad de demostrarle a todos que estaba encaminado a ponerme el cinturón negro en poco tiempo. Estiré los brazos. Miré fijamente al blanco. Apoyé mi cuerpo en la pierna derecha y elevé la izquierda. ¿En qué falle maestro Miyagi? Mi patada de la victoria se convirtió en un resbalón imprevisto, mi planta del pie se convirtió en una bala perdida al perderse en el aire y mi contrincante aprovechó el inofensivo blooper para barrerme sin piedad. Perdí. KO.
Aquel fue mi fugaz intento por incursionar en las artes marciales en unos lejanas vacaciones útiles de 1987. Tenía solo siete años y me imaginaba ganador indiscutible sobre el tatami. La influencia de las dos primeras entregas de la saga de “Karate Kid” me hacía sentir invencible, un pequeño héroe urbano que buscaba combatir a los “Cobra Kais” que se encuentre en el camino. Por todo eso, fue muy triste no convertirme en el campeón para aquel torneo de verano. Mi profesor quiso consolarme y yo quería decirle que ni yo era Daniel San, ni él Miyagi. Mi grulla no había llegado ni a gavilán pollero. Mejor era irse, retirarse a tiempo. Mi único cinturón negro fue el que usaba para ajustarme el pantalón Polystel del colegio.
Me costó mucho encontrar el rumbo en los siguientes veranos. Era un niño desorientado, una vocación extraviada en años sin GPS. En 1989 ingresé a clases de natación y no aprendí a nadar, me matriculé en un curso relámpago de Origami y ni siquiera pude acabar con un inofensivo avioncito. Por esos tiempos, me encerraba en mi cuarto para escribir cuentos, llenaba cuadernos de comics que creaba y que nadie podía leer. Mi pasión estaba allí pero fue un placer oculto mientras entraba a todo tipo de curso veraniego que más eran tentaciones permanentes para inolvidables fracasos.
En 1991 llegué a un importante club de fútbol limeño. Me trataron muy bien. El entrenador me ubicó de defensa central. Respondía en el choque y en los despejes del balón. Pero tenía un problema: alguna deuda me quedó en las clases de Karate y por eso me desquitaba en la marca hombre a hombre. En ese minicampeonato relámpago me expulsaron dos veces y me premiaron como el leñador del mes. Tampoco había nacido para eso. A pesar de que me esforcé, entrené en doble horario, no lograba hacer más de diez pataditas y mi juego por alto fallecía de soroche en cada centro córner al área. No servía. Un ex mundialista de México 70, moreno quimboso en la delantera de aquel Perú de la Bombonera, mandó a llamar a mi padre para decirle que no pierda el tiempo conmigo. Me rompieron el corazón. Me cortaron las piernas.
Al año siguiente me convertí en un monstruo de la computación. Mi padre, adelantándose a los tiempos, me propuso llevar un curso de informática en un instituto del centro de Lima. Todo bien hasta que una mañana suspendieron una clase y cedí ante la tentación de pasar las horas en el pinball que estaba a solo dos cuadras, en la convulsionada (sí, ya para ese entonces convulsionada) avenida Wilson. Allí hice mis pininos en el “Street Fighter” y entendí el lenguaje de la selva de cemento.
No tenía esquina pero aprendí muy rápido. Después de cinco años con vacaciones útiles accidentadas, con finales grises, ese verano del 92 me reivindiqué. No solo me dieron el título de experto en Quick Basic y Flow Chart sino que cuando fue la clausura tuve otra revancha. Festejamos en el amigable salón de pinball hasta que llegaron otros jóvenes estudiantes de otro centro “Full Computación”. Nos querían sacar de las máquinas de Street Fighter a la mala. Sin preguntar. Con severas dosis de vandalismo. Y entonces sucedió. Recordé al Miyagui de Lince. Sus enseñanzas. Esas clases y esos tiempos de pequeño saltamontes. Mis vacaciones no habían sido tan inútiles. No fue una grulla pero sí una patada oportuna. En defensa propia y con el suficiente histrionismo (al decir histrionismo me refiero a un grito al estilo Bruce Lee) como para espantar a los invasores. “Pachankiooooo”, grité. Y listo. Perfect. You Win.
Esa tarde quise buscar a mis padres para decirles que quería volver al Karate. Era demasiado tarde. No solo mi ex profesor había renunciado a la escuela para convertirse en un amigo “ElectroLux” sino que también habían encontrado mis cuentos y dibujos con viñetas en mis viejos cuadernos Loro. Nunca más me matricularon a ningún curso. Esa tarde me compraron una máquina de escribir electrónica. Ni karateca, ni nadador, ni futbolista. No era necesario porque esa tarde, con la máquina instalada sobre la mesa, me sentí campeón por primera y única vez.
¿Cuáles fueron las vacaciones inútiles de tu vida? ¿Cuáles recuerdan más? Los leo…
AVISO PARROQUIAL I
Este 2012 vamos a darle muy duro a esto de las redes sociales así que los espero en el grupo de Facebook del Joven Nostálgico y en mi cuenta de Twitter @jovennostalgico. Los espero.
AVISO PARROQUIAL II
El libro nostálgico aún está en algunos puntos de venta como el Crisol de Open Plaza Angamos, Crisol de San Miguel, Crisol del Polo y llamando directamente a la editorial Estruendomudo al 997472442 o al 261 0263. Vamos todavía!!
AVISO PARROQUAIL III
Hoy 17 de enero es mi cumpleaños.