Trampolín a la fama, siempre contigo
Han pasado 15 años desde que Augusto Ferrando dejó la televisión para siempre. Aquel 11 de mayo de 1996, entre risas y lágrimas, el querido conductor de Trampolín a la Fama se despidió de las cámaras, de las luces, pero sobre todo de su fiel público. Con la memorable frase “un comercial y no regreso” se fue, para entrar en la memoria de los peruanos..
El “muchachón” del Cercado de Lima ya había bajado las revoluciones, su rostro reflejaba cansancio y no era para menos, los 30 años imparables de su Trampolín a la Fama le estaban pasando factura y le pedían a gritos un descanso.
Con un set repleto de gente conocida y anónima, que sábado a sábado lo siguió vía Panamericana Televisión, Augusto Ferrando se despidió, entremezclando sudor y lágrimas, siempre al lado de sus “hermanos”, una simpática ‘Gringa Inga’, un despistado Felipe Pomiano ‘Tribilín’, una estricta Violeta Ferreyros, un buen Lucho García, el heredero Alberto ‘Chicho’ Ferrando, la querida Peggy Lindley, sin olvidar a un ausente Leonidas Carbajal.
Con voz entrecortada, y las emociones a flor de piel, todos empezaron a decir adiós, uno por uno. Era el turno de Violeta Ferreyros. “Este será nuestro último día”, dijo, apenada, a lo que Augusto Ferrando replicó: “Será el tuyo, porque yo seguiré viviendo”.
Así era de sincero, chabacano, el criollo que se las sabía todas, ni el último día se cansó de derramar esa gracia y bromear a sus blancos preferidos: ‘Tribilín’ y la ‘Gringa Inga’. “Si no fuera por tu mal castellano no estuvieras trabajando acá, me gusta que hables mal”, le decía Ferrando a la enternecedora Gringa, a lo que ella solo respondía con los hombros encogidos. “Es que yo no sabo”.
Las risas en el set no se hicieron esperar, sobre todo de ese público popular, ávido de risas, que traía las cosas más insólitas, ya que dependían de la ocurrencia del animador. Todo con tal de ganarse un premio. Aquella vez, minutos antes de acabar el programa, Pablo de Madalengoitia le dijo: “Eres la vitamina recomendable para todo el país”, idea que muchos no compartían, pues Augusto Ferrando era el típico ídolo, es decir, aquel que era amado y odiado a la vez.
El anunciado retiro del “Negro” fue tomado con escepticismo por la mayoría. El animador lo dijo en su programa una semana antes, pero nadie lo tomó en serio. Él ya había barajado la posibilidad de alejarse de las pantallas en varias oportunidades; la más recordada fue cuando amenazó con irse a Miami si no ganaba Vargas Llosa en las elecciones presidenciales de 1990. Sin embargo, esta vez hablaba más serio que nunca, la decisión estaba tomada y era definitiva.
“Me voy aunque me ofrezcan un millón de dólares, y aunque quisiera quedarme no podría, porque no me siento bien…Me voy yo, pero que siga Trampolín con Tulio Loza, con Carlos Álvarez, no sé, con quien me reemplace”, fueron las palabras finales del hombre de guayaberas multicolores. Hasta hoy seguimos esperando su reemplazo.
Ese mismo año le detectaron un cáncer a la próstata. Sus días se iban acortando y él ya lo sabía… A una sola voz solo se escuchaba: “¡No te vayas, Augusto, no te vayas!”, eran las súplicas de un pueblo entristecido que seguramente en ese momento se preguntaba: ¿Ahora quién nos va ayudar? ¿Quién me va descubrir? O simplemente, ¿Quién nos hará reír?
A los 77 años, el descubridor de talentos, hoy muy conocidos como Fernando Armas, Hernán Vidaurre, Carlos Álvarez, Miguel Barraza, y muchísimos otros -que encontraron en ese programa su propio trampolín a la fama-, se iba a su casa.
Como él mismo señalaba: “Hay calidad en el Perú, hay que trabajar, hay que salir, hay que caminar, los valores están en nuestra patria, no hay que esperarlos en un escritorio, hay que salir a buscarlos”.
Aquel día, después de las ocho de la noche, cuando las luces de sus coloridos anuncios comerciales se apagaron, el programa ingresó no solo a la historia de la televisión sino del propio país, para quedarse en la memoria de los compañeros que aún quedaban, pero sobre todo de ese incondicional público, que lo acompañó entre lágrimas y risas hasta el final.
(María Fernández Arribasplata)