Presbicia
Uno de los baches más abruptos del taller fue la lectura de nuestros más viejos trabajos. Nos forzaron a hurgar entre nuestras cosas viejas algún inédito y yo, desde luego, aparte de algunos poemas adolescentes encontré un cuento que titulé “La subasta” y que luego reelaboré para otro uso (Rulfo hizo lo mismo con unos cuentos que utilizó para construir “Pedro Páramo”), pero esto ya es otra historia.
Me ocurre con mis viejos escritos que a los años me avergüenzo de ellos. Mientras los escribía eran frases maravillosas, una genuina ingeniería de las palabras. Con los años devienen en arcaicas muestras que uno preferiría esconder. Quizás la literatura propia tenga el efecto que descubrí con respecto a mis gafas nuevas. Leí una nota sin ellas y todo me pareció perfecto, pero al colocamerlas descubrí que leía bastante mejor con ellas. Vivía engañado con mi antigua percepción.
Me ocurrió cuando leí en público (en el taller) mi cuento adolescente “La subasta”. Al crearlo creí que era una gran obra de la narrativa. Al leerlo muchos años después en el taller me pareció poco menos que una bazofia de mis años primeros.
Entoné la voz y leí:
“Martín Esteves tenía el rostro petrificado, el aire reposado y la mirada lánguida. Había perdido la sonrisa desde aquel incendio que paralizó sus nervios. Tenía el entrecejo apretado y las comisuras en arco, siempre hacia abajo, como si una sutil amargura gobernara su carácter. La cicatriz de la mandíbula se había atenuado con los años. Cuentan que una bala perdida durante aquel acontecimiento atravesó su paladar desde las fosas nasales sin afectar órganos vitales. La masa encefálica quedó incólume tras la segunda bala. De todas maneras había pasado mucho tiempo desde aquel lúgubre acontecimiento que lo marcó para siempre. Guardaba desde entonces una cicatriz que le recordaba a aquellos trazos grabados en la empuñadura del bastón de caoba de su abuelo Esteves Miranda allá en San Ramón de los valles. La piel rugosa del antebrazo y aquellas líneas azuladas que recorrían su frente como la rúbrica de un golpe antiguo lo mortificaban. Solía repasar las formas de su rostro quebrado en el espejo. Era una grieta descomunal que alineaba como una señal recta hacia su entrecejo casposo. Tenía el aire áspero. La memoria de los acontecimientos no se había difuminado con los años.
Con la mirada fija o aparentemente fija, pero perdida en algún punto, musitaba un odio antiguo que invadía su mente como una trágica y persistente reverberación. María Santiago, su mujer, tomó su mano muy delicadamente para amainar la desazón de aquel hombre que le hablaba poco, a cuentagotas como le increpaba ella.
Sobre las hileras de sillas dispuestas alrededor del podio, reposaban, lánguidos, los asistentes. Martín observaba concentradamente las líneas de todos aquellos rostros. Contempló los trazos curvos, modernistas, del techo, impregnados de delicadas rosas mate. Algún artista tardíamente apasionado del Art Nouveau había delineado formas extrañas alrededor de un viejo lamparón que colgaba casi sobre su cabeza. No lograba precisar aquellas figuraciones ni la identidad de aquel dios alado que contemplaba a la gran Helena, pero se asemejaban mucho al de aquellas ilustraciones de un libro que hacía tantos y tantos años había leído en la Riviera francesa. Gozaba de una gran fortuna familiar. Su padre le había heredado las industrias Karl y la flota de carga del Pacífico. No obstante todo, su fama literaria se había difuminado con los años.
Había visto a María, muchas noches, apretujada de mantas junto a las brasas de la sala, leyendo aquel libraco azul de tapa dura y letras doradas. Era la obra monumental de un poeta en aquel entonces envuelto entre las brumas de una insistente derrota. En el fondo, y ya en su vejez, empezó a creer que María había amado a aquel hombre más que a nadie. Muchas veces trató de penetrar aquellos ojos verde azules tratando de descifrar el lenguaje de esas pupilas profundas que se sumergían entre tarde y tarde en la lectura de un escritor que publicó tardíamente su primera obra y que eligió la muerte como una indescifrable queja. A Martín le consolaba que Diego Carranza hubiera abandonado el mundo, que María solo tuviera la opción misérrima de visitar su lápida los últimos sábados del mes. Se había tornado un hábito desde aquella tarde que resolvió leer aquel poema que solo podía atañerle a ella, poema de amor que recitaba entre murmullos en la naciente luz del alba, a escondidas siempre, espiada a menudo por los ojos bestiales de su marido. Carranza se lo había escrito y recitado debajo del sauce viejo en Los Lagos donde alguna vez trazó las líneas de su nombre con un cuchillo para pelar manzanas, “María”. María. La bella. Aun se lee aquella inscripción, aunque el tiempo ha difuminado algunas de las líneas. Fue bajo ese árbol que ella se negó a su amor por segunda vez.
Abriéndose paso entre el público de pie apiñado en el corredor, asomó el martillero. El murmullo de voces de los curiosos cedió a la orden del director de la sala, que se acomodó cansinamente mientras desplegaba una hoja de papel. Enseguida leyó una breve lista de los objetos que se iban a subastar: el piano alemán de un espía nazi que pasó sus últimos años en Bolivia, Maxim Von Rietriebb; un monóculo que, según afirman, los expertos peritos, perteneció al gran tradicionalista Ricardo Palma; una pluma cuyo origen se remonta al siglo de oro español y el plato fuerte de la jornada, un manuscrito inédito de Diego Carranza, el poeta más celebrado de la segunda década del siglo XXI, una genuina joya. Se dice que el vate quiso quemar aquellas páginas una semana antes de su muerte. La novedad es que entre todos esos folios amarillentos, se descubrían los versos inéditos más prodigiosos del escritor y que solo ahora podrían ver la luz si es que un entusiasmado coleccionista optaba por publicarlos o en última instancia vendérselos a un editor.
Martín se inquietó por los golpazos secos del martillo sobre la explanada de madera de aquel podio que escondía el cúmulo de papeles del nuevo héroe de las letras nacionales. La de Carranza era una fama póstuma, una celebración a deshoras que el gran Esteves estimaba como una injusta glorificación. Al atisbar las marcas de su mano y el brillo sutil de la quemadura en sus dedos, el escritor no podía contener el caudal de odios que se arremolinaban en sus ojos. Lo había odiado por años y, a la vez, admirado por el gran portento de aquellos versos místicos, en apariencia insuperables. Solo tenía ahora entre manos aquella vieja edición que casi se vio forzado a leer en un set de televisión algunos años atrás. El diseño de la tapa, en efecto, lo hacía tornar la mirada hacia aquellos finos ornamentos del techo. Había un elemento común, una sutil invocación modernista, porque Carranza quiso ser el Rubén Darío de las letras nacionales. Le fascinaban los versos modernistas y el Art Nouveau en la arquitectura, todo estaba emparentado, las palabras, las imágenes. Joan Gardeniel, novelista catalán, de vocación modernista, también había llegado para celebrar este momento y leer de primeras algunos de los versos inéditos de Carranza. Martín le hizo una venia, le parecía increíble una convocatoria solo comparable a aquella que en 1962 reunió a media intelectualidad francesa en los pasillos de la Biblioteca de París. El gobierno francés había adquirido los manuscritos y memorabilia del gran Proust. Diego Carranza le recordaba al solitario francés de la recherche du temps perdú. Los organizadores leyeron las instrucciones del evento y concedieron una pausa de diez minutos.
Una bóveda azul sobrecargada de dibujos polícromos distrajo la mirada de Esteves, que tornó sus pasos hacia una descomunal ventana desde donde pudo atisbar la ciudad. Observó el cielo radiante, limpio, de aquel mediodía en el que emergieron nuevamente los viejos fantasmas de un pasado oscuro, aquellos espantosos espectros de una media tarde en aquel set de televisión en que se enfrentó con la muerte, memorias que el artista abrumado aún y a los años no podía remontar. Se tocó el dorso quemado de la mano nuevamente como si aquella congregación de gentes lo tornará hacia aquel día infausto. María lo observaba calmadamente detrás. Martín le señaló los techos caóticos de esta ciudad que se desmoronaba a pedazos, techos repletos de llantas, maderos, catres. “Todo es ruina, María. Esos papeles serán ruinas, como lo es la fama o mi piel. La gloria siempre es mejor. La gloria y la fama no son lo mismo. De obtener los versos de Carranza, los quemaré y los quemaré aunque sean papeles inéditos, por más que la gloria de Diego sea ya indetenible, lo quemaré y no podrás persuadirme de lo contrario. No permitiré que lo leas nuevamente. Él ganó todas las guerras del arte, finalmente me superó, pero no pensarás más en las concatenaciones de palabras que aun te saltan en los ojos. Todos hablan de él, solo de él, tú lo admiras. Soy un héroe olvidado. En cien años pocos pronunciarán mi nombre. El de él me antecederá en los libros de literatura. Él es un boom, sus ediciones venden por millones”. María lo miraba con los ojos bien abiertos, atlánticos, minerales, con esos ojos de órbitas inmensas que languidecían como dominados por una sutil conmiseración.
Nada era uniforme en esta ciudad a la que Martín había empezado a odiar desde el momento en que retornó de Madrid. La pareja volvió a sus asientos. María contuvo la turbación de su esposo arqueándose sobre él y recostando la cabeza sobre su pecho agitado. Parecía guardar distancia de aquel acto al que había asistido forzada por la obsesión de su marido, una extraña obsesión por destruir la memoria de Carranza, por obtener sus libros para reunirlos en la pira de ladrillos que había construido en el jardín “Vaya afán terco el de luchar contra un muerto”, decía ella. Esteves creía que las palabras glaciales de María solo simulaban lo que en el fondo era un sentimiento soterrado, largamente oculto aunque manifiesto en aquel bello rostro aporcelanado que, como victoria sobre el tiempo, había resistido el embate de la vejez.
El sujeto del martillo puso orden. Los asistentes guardaron silencio disciplinadamente. El juego dio inicio. Las pujas parecían no tener fin. La subasta se había convertido en una turba de voces y murmullos que no parecían importunar el ánimo de Martín. Los objetos fueron vendidos en una atmósfera de gran tensión. El locutor gesticulaba desde un podio de cedro, ofreciendo la última novedad de la tarde. El viejo Esteves se repantigó en su asiento, dispuesto a no perder la oportunidad que se le venía.
Señores, señoras, este manuscrito es de inestimable valor. Perteneció a uno de los poetas más grandes de nuestra literatura nacional, el extraordinario Diego Carranza.
Esteves se sobresaltó. Había esperado muchos días por esta ocasión. Aquellos papeles eran únicos en su especie, casi una reliquia, pero para él era un objeto de particular interés personal, quemarlos en la hoguera de sus recuerdos infinitos pasó a ser su mayor objetivo, su victoria final. Recorrió con su vista el descomunal salón de la Casa Niemeyer. La voz del locutor se hizo más potente y ubicua.
- Y Carranza, señores, el poeta descomunal, nos da lustre en el mundo de las letras, sus libros se han traducido ya a doce idiomas y se venden en las grandes librerías de Madrid y Londres. Yo les sugiero adquirir estos inéditos por una razón especial, el poeta hizo de tripas corazón para no extraviar este documento. Los llevó consigo durante años en su alforja, lo mantuvo en su gabinete, trazó líneas y garabatos, corrigió cuanto pudo. Son cuarenta poemas que no se han editado, magníficos poemas de amor. El precio, señores, señoras, no puede ser más justo, más justo con aquel escritor que hoy engalana nuestra vida literaria y que nos ha concedido sus fabulosas letras, sus libros son la lectura favorita de reyes y de gobernantes tanto como de la gente del pueblo. Señoras, señores, Diego Carranza tiene la gala y prestancia, el gran renombre universal de un Vallejo.
Martín observaba con atención cada movimiento del locutor, que agitaba las manos y el tronco como un gran prestidigitador. Frunció el entrecejo, una nota de angustia ganó su rostro. Un sudor helado cubrió su frente.
- ¿Estás bien? –preguntó María.
- Sí, no es nada –respondió rápidamente Martín.
El locutor gesticulaba con mayor énfasis mientras impostaba la voz.
- No los leeré ahora, pero estos versos son de gran belleza, la arquitectura de una obra de arte genuina que usted se podrá llevar a casa por nada menos que doscientos mil dólares. Directo a casa.
Un hombre macilento con unos lentes de lunas gruesas levantó la mano antes que todos, doscientos sesenta mil.
- ¿Alguien da más? –preguntó el subastador mientras señalaba hacia el público, amenazante.
Una señora regordeta, con aire marcial, levantó la mano, ofreció trescientos. El locutor no se detuvo e interrogó a los presentes. Quién da más. La voz se le quebraba a ratos, pero no se detenía. Martín alzó una mano, trescientos ochenta.
- El señor del fondo da trescientos ochenta ¿Quién da más? –preguntó, obsesionado y casi sin aire el subastador.
Un señor de aspecto muy serio, encorbatado y peinado a la gomina, alzó la voz y ofreció cuatrocientos. Era el dueño de una editorial en Cataluña. Había comprado recién por e-bay la máquina de escribir de Truman Capote, a menor precio que aquellos manuscritos, que eran un misterio novedoso para todo coleccionista del orbe. El señor Pardaux ha ofrecido cuatrocientos ¿Quién da más? Una voz portentosa desde uno de los laterales invadió la sala. Quinientos mil.
- Quinientos mil parece una suma insuperable, señores y señoras ¿Alguien da más? Carranza escribió sus fabulosos versos en ese cúmulo de papeles bond, pero también hizo anotaciones y trazó algunas líneas de sus memorias. Quinientos a la una…Es una oportunidad, quinientos a las dos.
Un rumor agudo apagó la voz del animador. Martín levantó la mano. Doy quinientos ochenta. Se hizo un silencio denso. Cerrado, el manuscrito es del señor coleccionista del sacón azul.
Esteves se amilanó, el locutor no había reconocido su rostro, tan omnipresente en otros tiempos en todas las páginas culturales. Se incorporó lentamente y caminó unos metros para recibir el paquete. Se sentía observado por las múltiples miradas que lo atravesaban solo por curiosidad. Algunos pocos lograban reconocer a aquel escritor que hacía una década había ganado el Premio Martín Fierro y cuya novela “Los ruiseñores” había sido el primero de la lista de los libros más vendidos en Lima. Hoy solo “La Invención del Reino”, de Carranza batía todos los records, bastante por encima de la reciente edición de la gran novela que Martín Esteves había escrito a lo largo de aquellos últimos años de soledad y abatimiento: “Los espectros”. Con el poemario, el gran Carranza ganaba lectoría, especialmente en Europa, la quinta reedición de su última novela, publicada post mortem y best seller en su primera edición por Caleidoscopio abarrotaba los estantes de las librerías en Madrid, Roma y Lisboa.
Firme aquí debajo –le dijo una funcionaria de la sala de subastas, mientras escribía concentradamente en un papel.
- ¿Ya me los puedo llevar? –interrogó Martín.
- En unos minutos, señor –replicó la dama.
Cuando recibió el paquete, se abrió paso entre el gentío que lo ahogaba. Raudamente atravesó una segunda sala, mientras su esposa lo seguía detrás a largos trancos.
Esteves se reunió con María junto a la salida posterior de la sala de subastas. El escritor tenía los ojos inyectados y bien abiertos, el rojor había ganado su rostro inflamado por la cólera. María musitó algunas palabras en el oído de aquel hombre que solo cedía a lo que decía su mujer.
- Sígueme –ordenó Esteves.
Caminaron a lo largo de Miró Quesada hasta ganar la calle transversal. Se aseguraron de no ser seguidos. Ingresaron raudamente a la playa de estacionamiento y enrumbaron a casa. Al llegar, Esteves extrajo del paquete envuelto en celofán el fajo de papeles inéditos del gran Diego Carranza. Recordó con mayor intensidad la tarde aquella en que Carranza asomó con un lanzallamas en el set de televisión donde el conducía un programa sobre poesía. Lo odió desde entonces. Tras las quemaduras Esteves se eclipsó, pero Carranza, muerto por la Policía durante esa misma fatídica jornada, adquirió ribetes de leyenda. Su obra empezó a venderse en las librerías europeas. Ganó fama mundial.
Esteves empezó a quemar los papeles, envueltos en una tela. El jardín de la casa lucía iluminado por las llamas. Uno de los poemas, el único que quedaba a las finales voló desde el fuego hasta una explanada de cemento al lado del gran jardín de los Esteves. El escritor corrió tras aquella página suelta para prenderle fuego y eliminar los últimos rastros de la que hubiera sido la edición póstuma del descomunal Carranza. Pero se detuvo, leyó aquella página muy bajito para que María no lo escuchara. Sus ojos se abrieron casi saliéndose de sus cuencas. Recordó que en 1989 un cúmulo de papeles desapareció de su escritorio. Era su poemario inédito “La invención de las horas”, una consecución de versos místicos que, de haberse editado, le hubieran dado una consagración mayor aún. Reconoció su propia obra en esas líneas. Observó las cenizas, desolado.
Aterrado, se dispuso a leer, esta vez en voz alta:
Turbadas aves
torvos que enturbian
hijas de las tormentas
temor que arredra
pronto trueno.
Lluvia que picotea
el vidrio trémulo
Terror de trizas
tromba que arrecia.
La mala hora
de las turbias aguas
abre a la luz palabras
palabras que se tienden
sobre la yerba pálida.
- Interesante –interrumpió María- son versos de una gran belleza, que te superan, Martín, debo decirlo.
Esteves ignoró la frase inmisericorde de su mujer. Continuó leyendo.
El sol se pone en el dormidero,
de la vida el pájaro
del batir las alas.
La luz invade
entre sosiegos
leche caliente
material espeso
bracea la colcha
entibia el lecho
se desmonta el peso
anuda el cielo
prontos hombres a nacer
amnióticos destellos (reposa el verso).
Senda que se abre
en celeste brasa
y en el seno el cuerpo
de acogedoras llamas
de la divina majestad
los sublimes pechos.
Rutila la sustancia,
del rosa purpurada
vierten azucenas blancas.
Fue la última vez que María vio a su marido. Lo hizo buscar por las diversas calles de Lima, por hospitales y hospicios. Nunca nadie más supo de aquel gran escritor, cuyos últimos versos datan de 1970 en una hoja de papel amarillento y estrujado, hallazgo que se incorporó aisladamente a su libro “Entre sombras” y que tituló “Las turbadas aves”. Aquella página en manuscrito, con la rúbrica tardía del poeta tras la última gran subasta de Lima, se exhibe actualmente en el Museo de Arte Contemporáneo.”
raulantonio75@hotmail.com