Bullying
(Miguel fue uno de los pasajeros alumnos del taller de historias)
Sí, lo había odiado hasta ahora, él, que abominaba del odio. Lo convirtió en un personaje de su novela inédita solo para tasajearlo, aunque no se contentó con ello. Miguel, mi dilecto amigo, me lo confesó en un cafetín, “Diego me persiguió durante los diez años que duró la escuela solo para cuartearme como una hoja y así quedé, fragmentado, medio roto. Me humilló como pudo porque mofarse de mí en medio de la clase y de los recreos era ser importante. Lo hizo cuanto pudo, apalearme en público era uno de sus goces”.
Le recordé que a mí, en cierta manera, me había pasado lo mismo en mi paso por un colegio de sacerdotes españoles. Pero para él, su historia era el eje de nuestra conversación y como tal lo planteó desde un principio. Diego le jalaba las orejas cuando le tocaba sentarse detrás en las clases, lo bautizaba con apelativos hirientes. Lo injuriaba hasta mortificarlo. Fue durante la primaria, pero se intensificó en la secundaria, especialmente durante los últimos años. Miguel le narró a su padre el infierno en que vivía y que lo redujo a ser no más que un estudiante mediano que solo pudo reivindicarse al concluir la escuela. Su padre lo alertó sobre la necesidad de conocer las técnicas del boxeo y lo matriculó en una escuela. El tiempo ganó la partida, la secundaria culminó.
Pero Miguel la hizo bien. Tras un año sabático se propuso crecer. Su ávida voluntad era un imperativo. Estudió en tres meses y sobre una nebulosa, todo lo que no había estudiado bien en años. Comenzó casi de cero e ingresó a la Universidad Católica en el sexto lugar para conocer allí, sí, el paraíso de la libertad y del respeto de los pares, la restauración de la estima. No en vano fue un alumno sobresaliente.
Pero tanto lo marcó el purgatorio escolar que siempre habría de recordar a Diego con amargura y preguntarse sobre él, qué sería de él, hasta dónde habría llegado. Recordó aquella fiesta del último año en que el apuesto y gallardo muchacho apareció con la más bella de las damas para continuar la chanza, esta vez, acompañada de una certera patada entre los muslos. Miguel lloró a solas, sin consuelo, lejos de todos, a escondidas. Esta vez el bribón lo había humillado delante de una mujer y, más precisamente, de una mujer que él hubiera gustado abrazar en medio de la multitud y la danza. Pero Miguel estaba solo, sin pareja de vida y de baile, lejos por el momento para el arrebato y la conquista. Aunque se reivindicaría años después, aquel momento se tornó en una cumbre negra que no lograba superar.
Corrieron los años y el buen Miguel, repaso, estudió en la Universidad, hizo una maestría, se casó, tuvo un par de hijos, un empleo. Su cuerpo de trémulo escuálido con 45 escasos kilos se convirtió en un cuerpo con músculos y ganas, con vigor persistente y 80 kilos de duro espesor. No aguardó como Edmundo Dantés ser el Conde de Montecristo para cobrar venganza. En realidad, no hizo nada, solo olvidó el asunto porque lo suyo era la paz perpetua…hasta que un día, muchos años después, supo de él. Sí, de Diego. Cosas de la tecnología moderna. Al lograr su ubicación fue tras él solo para encararlo. Pero al llegar vio a un hombre derruido y derrotado, una sombra implacable de su juventud. Lo miró de lejos y pasó de largo. Aquella tarde Miguel conoció el perdón y la piedad. Dispuso de una ayuda para el desafortunado a través de un tercero. Lo asistió por medio de una amiga cuando enfermó. Diego no supo de Miguel. Desde entonces aquel empezó a perderse inexorable y definitivamente en la espesa bruma de su memoria.