"Amelia", "Mi tío Drácula", "La confesión", "Arando el corazón" y "Una tarde de lluvia"
Hoy podremos disfrutar de 5 cuentos más enviados por nuestros lectores. Aquí los presentamos…Amelia
No quiero narrar toda la vida de Amelia, a pesar de ser interesante (como cualquier otra vida), no es mi intención hacerlo, solo déjenme mencionarles algunas características de ella que irán apareciendo a lo largo de mi corto relato.
Podríamos decir que ella es una niña encerrado en el cuerpo de una mujer, ya que a pesar de sus treinta cuatro años, es una muchacha muy sentimental que sufre con cualquier injusticia que se cometa a su alrededor, que solo se siente segura en su cuarto a solas, rodeada de sus únicos amigos, los únicos que comprenden sus temores, esos temores que la matan cada día que tiene que pasar en este mundo tan cruel e injusto, que lo único que hace en ella es arrancarle lágrimas. Pero todo lo arriba mencionado podemos considerarlo como el pasado de Amelia, o por lo menos como el inicio del cambio.
Fue una noche cuando todo ocurrió, no fue algo planeado con anticipación, las circunstancias se concretizaron en acciones y actuaron en ella, es como si aquel grupo de malvados muchachos, hubieran hecho nacer dentro del cuerpo, de su cuerpo, algún tipo de nuevo ser que solo busca venganza y hubieran matado a la inocente y dulce niña.
Aquella noche Amelia volvió a nacer, por más que lo hubiera intentado, no hubiera recordado nada de su vida, ni siquiera el nombre de sus peluches (cosa sagrada para ella), luego de despertar totalmente golpeada y semidesnuda en aquella playa, se sentó a observar el mar, solo veía el ir y venir de las olas y alguna que otra gaviota que aprovechaba la ausencia humana para darse un baño, se sentía muy confundida, no lograba entender quien era ni que hacia en ese lugar, por eso es que solo se dejo llevar por el instinto cuando golpeo con una roca en la cabeza a aquel señor que se le había acercado preocupado, al verla sola en la playa.
Se levantó y ni siquiera miró el cadáver solo atinó a caminar y caminar, más adelante una muchacha que a juzgar por sus ropas, había salido a hacer deporte se le acercó y trató de ayudarla, “estás bien, te puedo ayudar”, pero Amelia solo miraba la hermosa cadena que tenía la chica en el cuello, quería tocarla y sentir el frío metal en sus manos, cuando estiró la mano y cogió la cadena, la muchacha reaccionó y trato de alejarse, pero ya era tarde, el frío metal, iba apretando su cuello más y más, hasta que el aire dejó de llegar a sus pulmones, haciéndola caer muerta en minutos.
Un patrullero encontró a una muchacha dormida que había sido atacada por pandilleros cerca de la playa, la recogió y la llevo su casa (la chica con algo de esfuerzo había logrado recordar su dirección), cuando llegaron el padre estaba muy preocupado, ya que Amelia nunca había pasado una noche fuera de su casa y además era una chica demasiado introvertida, felizmente que esa pandilla, no la mato, ni la dejó mal herida.
Más tarde en su cuarto Amelia logró recordar todo, esos chicos la habían raptado cuando salía a comprar y le hicieron cosas muy malas, seguramente ella se desmayó hasta que la policía la encontró, mientras recordaba todo la televisión mostraba la noticia de un señor y una joven que habían sido encontrados muertos en la playa, Amelia se asustó mucho y comenzó a llorar mientras le decía a sus peluches que pudo haber sido ella la que ahorita estuviera muerta, gracias a Dios que esos malditos pandilleros no fueron tan crueles con ella.
José Antonio Casafranca Valverde
DNI: 10553519
Mi tío Drácula
Tenía un tío en Pensilvania. Cuando era niño siempre pensé que era un vampiro, porque leí que Drácula vivía en esa ciudad y además porque mi hermano mayor me había metido ideas en la cabeza: que a mi tío le gustaba beber vinos de color rojo sangre, que algunos de sus dientes eran puntiagudos, que en el sótano de la casa tenía un féretro donde dormía a la luz de varias velas. Una vez que fuimos de viaje a Estados Unidos lo visitamos. Era un señor algo callado y de tez pálida. Su casa era tan común y corriente como cualquier otra, pero tenía un sótano que según mi tío solo contenía trastos viejos. Eso me daba miedo. Estuve unas semanas viviendo en esa casa con mis padres y la verdad es que la pasé bien. A unas cuadras había una cancha de básquet en la que solía jugar con otros chicos del vecindario.
Al año siguiente, mi tío se deprimió un poco y vino a Lima de vacaciones. Había sufrido fuertes bajas financieras durante la crisis económica, por lo que mis padres decidieron pagarle el pasaje e invitarlo a vivir con nosotros un par de meses. Recuerdo que el día siguiente a su llegada era Halloween y mi tío me preguntó si me iba a disfrazar. Le dije que no tenía idea de qué disfrazarme, pero que sí tenía pensado hacerlo. Entonces me comentó que le gustaría disfrazarse de Drácula.
Al principio, mamá no estaba de acuerdo en que mi tío fuera a pedir dulces junto conmigo porque los adultos no debían pedir caramelos, pero el tío dijo que solo me acompañaría. Así que al final, mamá le consiguió un traje en una tienda de disfraces. Le echó gomina en el pelo, lo maquilló para darle un aire más pálido a su cara y todo estaba listo. Yo me disfracé de Drácula también; supuestamente era el hijo de Drácula. Tenía una estaca y una cruz con las que, cuando abrían las puertas, yo asustaba a mi tío, que ponía cara de terror y se dejaba caer al suelo. “Bonitos disfraces”, “¡qué buena actuación!”, “muy original”, fueron algunas de las frases que recibimos. Incluso nos tomaban fotos. Al llegar a casa, había bastantes golosinas en la bolsa. A mi tío le había gustado tanto su traje de vampiro, que terminó comprándolo.
Unos veinte años después, mi madre me había dicho que mi tío de Pensilvania tenía el mal de Alzheimer: recordaba apenas algunas cosas. Cuando fui de viaje a los Estados Unidos para conocer a la familia de mi esposa, decidí visitarlo.
Una enfermera me abrió la puerta. “Pase por favor, su tío está en la sala”. Y allí estaba él, disfrazado de Drácula, con la gomina en el pelo, otra vez. “No sé por qué se vistió así”, me dijo la enfermera; “cuando se enteró de que usted venía hoy, cogió ese disfraz y se lo puso”.
Mi tío me miraba con gesto desorientado. Miraba todas las cosas con gesto desorientado. No parecía reconocerme. Me senté frente a él. Lo observé directo a los ojos, muy concentrado, esperando que fijara su mirada en mí, pero solo lo hacía por ratos. Dije la palabra Halloween pero no obtuve ninguna respuesta. Levanté la voz y la dije de nuevo. Nada. Moviendo los brazos y casi gritando repetí varias veces Halloween hasta que por fin, mi tío sonrió, sonrió de buena gana. Como si esa palabra lo hubiera curado al instante, como si tuviéramos ganas de salir a pedir golosinas otra vez, para llenar bolsas y bolsas. Mi tío Drácula y yo.
Luis Eduardo Zúñiga Morales
DNI 10791415
La confesión
Ahí estaba ella, en lo oscuro, solo se veía como la pantalla de su computadora iluminaba su rostro. Me recargué en el marco de la puerta y tomé un respiro. No la vi directamente pero pude sentir cómo sus ojos vivaces y brillantes me miraban con extrañeza.
-¿Qué ha pasado?-, dijo buscando mi mirada.
-Tenía que decirte algo que considero muy importante-, respondí mientras me acercaba a su escritorio.
Me senté en una de las sillas en las que recibía a los visitantes. A verla de frente noté en su rostro el cansancio de un largo día de trabajo, pero pese a ello, pude sentir esa extraña mezcla de calma y alegría que siempre irradia. En ese momento sentí que no iba a ser capaz de decirle todo lo que, desde hace varias horas atrás venía pensando. Hubiera sido más fácil no decir nada, irme de borracho por ahí, tal como lo había hecho en otras ocasiones. Pero estaba frente a ella y trataba de encontrar la forma de iniciar la plática.
- Te voy a decir algo, pero es serio. Te pido de favor que no te rías ni hagas bromas-, dije.
-Eso va a estar difícil-, respondió sonriendo.
El día anterior había sido la tercera vez que un regalo anónimo había llegado a su oficina. Hasta ese momento solo habíamos debatido sobre el origen de dichos obsequios y siempre me encargué de justificar al autor de tales actos. Estaba a punto de confesar que yo era el autor y hubiera preferido dejarlo así pero no podía seguir con esa situación. No quería que ella mal interpretara la razón de dichos detalles, era momento de explicarle el porqué de todo. Fue así, como entre sombras y esas cuatro paredes, le expliqué cómo me animé a enviar el primer arreglo de flores, cómo el segundo arreglo fue más pequeño debido a que no tenía suficiente dinero para algo mejor y cómo el día anterior llegué muy temprano a la oficina para deslizar debajo de su puerta una tarjeta que tenía escritas palabra que me hubiera gustado escribir.
-Ya sospechaba que eras tú, pero ¿cómo para qué lo hiciste?-, dijo mirándome fijamente.
Le expliqué que mi única intención era verla feliz y que desde hace algún tiempo sentía que su alegría natural no era constante. Le expliqué que mi única intención era verla contenta. Le expliqué que deseaba oír más seguido aquella sonora carcajada que llena de alegría cualquier espacio. Le expliqué que ya sea porque está cansada, estresada o lo que sea, me sentía triste si ella no estaba alegre.
Al estar hablando, nunca esperé que me respondiera, solo la miraba y trataba de interpretar su reacción. Vi cómo sus ojos brillaban cada vez más, hasta el momento que uno de sus pequeños dedos pasó por su ojo izquierdo y luego por el derecho. Mientras exponía mis razones sentía cómo el lugar perdía importancia y solo me concentraba en su reacción ante esta confesión.
El ruido del timbre del teléfono me sacó de aquel mundo perfecto que se fue construyendo con cada palabra, con cada gesto y con cada minuto que pasó desde el momento de mi llegada. Finalmente, me había encontrado un pasado distante y turbulento, pero suficientemente cercano para destruir, en un segundo, aquel momento casi perfecto.
-Tienes una llamada-, dijo con voz cortante.
Tomé el teléfono y después de un reproche, oí como se cortaba la comunicación.
-Ya voy para allá-, respondí al sonido sordo de la línea muerta que vibraba en mi oído.
Jesús Marcelo Ramírez Arias
DNI: 40515064
Arando el corazón
A sus 64 años, Rolando salía de Sala de Operaciones. Sabía que tal vez era una de las últimas operaciones que realizaría como uno de los mejores cardiólogos del país.
Se sentó en el escritorio de su oficina y dio un sorbo a su café tibio. Miró sus manos, las frotó por un buen rato mientras las sentía ásperas y temblorosas. Tenía un dolor en el hombro izquierdo. De repente la imagen de su padre llegó a su mente, sonrió y una lágrima rodó por su mejilla.
Nació en Zuñiga, un pueblo en Cañete. Se vivía consumiendo lo que se podía cosechar o vender en las chacras. Vivía en una casita de adobe y piso de tierra con sus padres y dos hermanos.
Un día luego de haber terminado de almorzar su padre le dijo que lo enviaría a Lima a estudiar.
- Papá, dime en qué quieres que te ayude pero no me digas que me vaya.
Su padre lo tomó de la mano.
- Está bien, desde mañana empiezas a trabajar conmigo.
A las 6 a. m. salió con su padre a la chacra. Le encargó que saque toda la maleza de la tierra con las manos, para prepararla.
El sol se apoderaba del cielo. El dolor de espalda, de hombros y el sudor que caía en grandes cantidades por su frente.
- Ya terminé papá- decía con una cara llena de sudor pero una sonrisa de satisfacción.
- Muy bien Rolo, ahora junta todo el monte seco y quémalo en el descampado.
Estaba extenuado, no podía mover bien los hombros y le dolían las manos.
- Rolo deja que se queme, vamos a almorzar. ¿Cómo te sientes trabajando conmigo?– preguntaba su padre con una sonrisa.
- Si papá-. Mentía una mirada al suelo rogando que se acabe el día. Demoró en comer por el dolor en las manos.
- Ahora me vas a ayudar a hacer las zanjas.
- ¿Qué hago papá?
- Agarra el trinche para suavizar la tierra.
Cogió el trinche en forma de un gran tenedor. Tenía que hundirlo y luego sacar la tierra con fuerza.
Su padre avanzaba con rapidez. Rolando trataba de seguirle el ritmo, pero cada movimiento hacia que el trinche pese más.
- Apura hijo antes que se vaya el sol. No vamos a poder trabajar más tarde.
Su cuerpo se movía por inercia, sus articulaciones se negaban a moverse.
- Mira tus manos Rolito–, dijo su padre cogiéndole ambos hombros.
Las palmas de sus manos llenas de ampollas, sangrantes, no podía hacer puño con ellas, estaban petrificadas.
- Mira mis manos-, decía su padre llevando las yemas de sus dedos hacia sus viejas manos, ásperas y con callos. -¿Sabes por qué hago todo esto hijo? Levantarme temprano, cuidar la chacra y regarla-.
Su padre sonrió y le dijo algo que jamás olvidaría.
- Lo hago para que ni tú, ni tus hermanos lo tengan que hacer. Puedes ir a Lima donde no usarás las manos para arar la tierra; las usarás para hacer y crear cosas, usarás tu inteligencia para ser un hombre de bien y un profesional. Tienes una oportunidad que yo no tuve, te doy el chance que puedas ser mucho mejor.
Abrazó con todos sus fuerzas a su padre. Le había enseñado cuanto lo quería.
Mirando sus manos temblorosas, sonrió. Su última operación había sido exitosa. Un infarto acababa con su vida. Pensó en su familia, en lo que consiguió gracias a la influencia de su padre y sonriendo dijo con su último suspiro: “Papá… lo logré”.
Omar Sánchez Ponce
DNI 40890900
Una tarde de lluvia
Ese día por la tarde nos encontramos cerca de la catedral de Oviedo, fue el acuerdo para ir a tomar un café. Yo no muy acostumbrado a lo que pueda ocurrir con el clima en esta ciudad, dejo el paraguas en la habitación; pero ella muy europea lleva el suyo consigo. Un café mediano con leche y un café americano. Y mi primera cita en el otro lado del charco empieza. Su castellano no es bueno pero qué más da si el mío tampoco lo es, felizmente que ella no lo sabe, así que eso me da seguridad por un momento. Me habla de República Checa y un tanto de su vida y sus viajes. Sorbo a sorbo vamos bebiendo nuestros cafés bajo la atenta mirada de López Albujar y Borges en un bar con un toque bohemio con estantes llenos de libros. Intento pensar por qué ella aceptó salir conmigo, quizá simplemente por practicar su castellano, o por no estar aburrida en la habitación de estudiante en la que vive, o por simplemente conversar con alguien… ya tenemos que salir de la cafetería y nos damos cuenta que el clima cambió por una tarde de lluvia, el cielo como el limeño, gris, y las primeras gotas advierten una lluvia de aquellas que mojan hasta las basta del pantalón.
Un paraguas con la mitad de sus varillas rotas y la lluvia que empieza a caer con mayor intensidad. No quiero otro café y hay algo en ella que me impide ir a dejarla a su piso. Medio paraguas para los dos, unos pasos fuera del bar y la mitad de mi cuerpo empapado por las gotas de lluvia, fue algo bueno que ese paraguas estuviera estropeado ya que ahora ella tomaba de mi brazo, pensaba, tan cerca que podía sentir la brisa de sus cabellos al caminar. No conoce la ciudad y me dice que siempre se pierde cuando va a algún lugar. Buena hora para emprender un paseo por el casco antiguo, y su habilidad comunicativa empezó a mejorar junto con sus segundas intenciones, el papel de guía turístico recayó sobre mí y por cierto tampoco conocía las calles; pero sí uno que otro bar.
Caminamos por todo el centro de la ciudad buscando cualquier tipo de lugar ya sin importar lo mojados que estábamos, dando vueltas por las callejuelas y plazuelas del Oviedo antiguo, riéndonos como viejos amigos o simplemente como dos desconocidos que hasta ese momento intentaban pasarla bien incluso debajo de una lluvia que inundaba nuestros zapatos, dando vueltas en círculos y yo maquinando mentalmente un beso, pero la idea de cometer un error me mantendría a distancia. Y de nuevo en el lugar de donde emprendimos nuestro recorrido, la catedral, ya era de noche y la lluvia continua llenaba de emoción nuestros corazones, vivir ese momento irrepetible era lo primordial, su cara mojada y un grito alegre, su sonrisa resplandeciente hicieron que siguiera con mi trama y con el inicio de un segundo recorrido a la cuidad. Bajamos por Gascona donde el suelo dejaba notar la presencia de sidra escanciada, entramos a un bar nos topamos con amigos no tan empapados como nosotros, bebimos una cerveza y la calle nos esperaba llena de charcos y con la promesa de una segunda cita.
La conocí en una fiesta de Halloween a la que no pensaba ir, siguió una tarde de lluvia, un café mediano con leche y un americano, un paraguas roto, unas cervezas, un billete de avión, la ciudad de las cien torres, un bosque encantado y una promesa por cumplir.
José Abanto Muñoz
DNI 42844863