Desafío
Por Graciela Bertero
Helada la memoria de sólo recordar. En el aire, un olor a viento fuerte que con el transcurrir de las horas soplaba cada vez más, más intenso y sostenido. Se hacía dificultoso avanzar por la isla. El río manso empezaba a encresparse. Para los que lo conocen, eran signos de sudestada, de peligro amenazante.
Ya al atardecer el agua había ganado todo el islote donde Roberto y Verónica estaban refugiados. Sobrepasaba unos setenta centímetros la superficie de la tierra. Entonces Roberto tomó una decisión: improvisó una balsa con seis tablas de madera y ocho bidones de plástico vacíos, y los unió con sogas. Sujetó todo fuertemente a un arnés, el que ceñiría su cuerpo. Cuando la balsa estuvo lista, Roberto se tranquilizó. Ya la tenía preparada por si fuese necesario cruzar a nado los ochenta metros que los separaban de las tierras altas. Así trasportaría a Verónica si el trabajo de parto se anunciaba.
Sobre la margen derecha, donde el río San Antonio Grande hace una curva, emergía la casita. Una casa de isleños con paredes de fibrocemento, doble piso de pinotea, techos de chapas, donde se abrigaba el amor.
Allí Verónica, simple, sin máscaras, sin roles que ejercer más que los de su pronta maternidad y plena de juventud, esperaba. Cuando se dio cuenta de que la noche iba a ser movida, Roberto preparó el farol a querosene, ése que también daba calor al hogar. Verónica estaba cada vez más inquieta. Las primeras sombras trajeron su fiebre. Y el impulso de vida se inició.
Matriculado en la escuela de la vida, donde el maestro es el tiempo, Roberto no temía. Comprendiendo su destino, no miró hacia atrás. En ese momento sólo fue presente. Muchas veces, en sus insomnios atribulados, supo que la lucha vale por sí misma y que todo intento, lejos de ser un fracaso, deja un crecimiento. Hasta la partícula más íntima de su ser, enfrentó el desafío. Las circunstancias hacían que pusiera a prueba a fondo su existencia. Y suave, mansamente, Roberto aceptó el desafío. Con calma puso a Verónica en su lecho junto a la cocina. Era la madrugada.
Encendete y crecé. Transformate en vida. Convertite en volcán. Que de tus entrañas salga el fruto.
—Me faltan fuerzas, Roberto —exclamaba ella—. No sé si voy a poder.
Quedamente, Roberto, la calmaba:
—Necesitás descansar, nada más. La carrera es muy intensa, detenerse un momento es lo mejor. No significa abandonar. Descansá un poco y después retomá.
Por momentos, nubes negras le cubrían la mirada. Rezó hasta serenarse. El Señor es mi pastor, Él guiará mis manos en estos momentos.
A las seis de la mañana del 11 de junio de 1977, el milagro de la vida asomó la cabeza. La razón del amor, el momento culminante. La esencia y la existencia. La pasión conjugada. Con delicadeza y ternura extremas, angustias compartidas, Roberto comenzó a sacarlo de su primera cuna. Lo ató a la vida con el hilo que un médico le había preparado, y con la emociones explotando en su ser, lo separó de su madre.
Y ahí sí, el primer grito se escuchó quedamente, y luego irrumpió en un llanto con mucha fuerza, intrépido; Roberto lo sumergió en el agua tibia de un precario fuentón, para que no perdiese calor. Rápidamente lo vistió.
Verónica, extenuada, con ojos grandes, llenos de lágrimas, miraba las manos fuertes de Roberto que sostenían el milagro alcanzado.
Cuando la luz de la mañana ya era intensa, Roberto salió al patio de la humilde cabaña. Sólo sonrió.
Allí vio, aún esperando, la barca construida.