El beso
Por Eduardo Rodríguez Campos
Cuando Abelardo se mudó a vivir solo en Lima, en un departamentito que su padre había comprado para que pueda estudiar sin mayores molestias, se convirtió, sin quererlo, en el anfitrión de cada fin de semana de sus amigos más allegados. Su repentina vida solitaria de estudios empezó a transformarse en interminables jolgorios y cuchipandas.
Sin embargo, al término de cada fin de semana que pasaba solo había sido un privilegiado espectador de cómo sus amigos llegaban acompañados de féminas para, luego de flirtearlas, llevárselas con rumbo desconocido a seguir prodigándose caricias. Y él, por su lado, en todo ese tiempo y a pesar de ser el eterno anfitrión, no había logrado siquiera robarle un beso a alguna de ellas. Por todo eso y por su soledad sentimental en los últimos años de su vida decidió trazarse como objetivo a corto plazo, darle un beso a cualquiera de las próximas chicas que lleguen a su departamento.
Pasadas tres semanas, luego de un opíparo almuerzo con su íntimo amigo Carlos y dos amigas de él, Lucía y Mariela, decidió invitarlos a continuar la francachela en su departamento. Esta era la oportunidad que había venido esperando. Ellos dos varones, ellas dos damas guapas, su departamento, comida y licor. Era una inmejorable coincidencia.
Carlos, como ya lo había demostrado antes, no tenía ningún problema en cortejar a alguna damisela. Era el galán de su grupo de amigos, el que conseguía siempre las mujeres para las fiestas. Su verbo florido y su seguridad y aplomo lo habían llevado a convertirse en una especie de “gurú” en el arte del flirteo. Más de una vez Abelardo le había pedido algún consejo para poder conquistar una fémina, con resultados, valgan verdades, desastrosos.
Por eso, luego del abundante almuerzo y del exceso de licor, hoy era la ocasión ideal. Ya en su departamento, sentados en los viejos muebles siguieron conversando y libando todo tipo de licor. Al poco tiempo la conversación de cuatro se convirtió en dos conversaciones de pareja. Carlos se había aislado con Lucía en uno de los muebles contiguos y entre juegos sus manos empezaban a magrear el cuerpo de su acompañante.
Abelardo, por su parte había avanzado poco con Mariela. No tenía la habilidad de Carlos y sus movimientos torpes y su timidez extrema estaban jugando en su contra. Por eso a los pocos minutos, envalentonado por el alcohol se propuso cumplir la meta que se había trazado unas semanas atrás, el beso.
Cuando Mariela se dirigió al baño, Abelardo pensó que era el momento apropiado. Carlos que abrazaba a Lucía le hizo un gesto con la cabeza para que vaya tras de ella. Abelardo no supo si era un consejo o una orden para que se retire y los dejara solos. Aun así, abandonó la sala y caminó simulando dirigirse a una de las habitaciones. Cuando vio que Mariela salía del baño la detuvo en el pasillo poniendo su mano sobre la pared. “Que tal, ¿cómo la estás pasando?” le dijo. Ella le sonrió y bajó la mirada. Abelardo respirando hondo y tomando valor le levantó el mentón con una de sus manos y le dio un beso profundo.
Cuando terminó de besarla, Mariela bajó la cabeza y empezó a llorar en silencio. “Discúlpame” le dijo Abelardo confundido, “no te preocupes esto queda entre tú y yo”, añadió tratando de excusarse. Y ya estando a punto de hablarle de su repentino amor, Mariela lo interrumpió y le dijo “No, Abelardo, no es por eso”. Él la abrazó fuerte y ella agregó bajito “Me sentía mal y he vomitado en tu baño, discúlpame”.