Las mujeres de mi vida
De niña no quería a mi abuela. La veía como una mujer dictatorial, con preferencias marcadas entre sus nietos. Recuerdo que lloraba para no quedarme en su casa, no quería quedarme en la casa de una bruja. Y sí, mi abuela era una bruja.
Una bruja capaz de fulminarte con una palabra, de callarte con solo una mirada. Pero también podía enamorarte con su melodiosa voz. Solía cantar los boleros más representativos y clásicos de su época. Era una mujer imponente. Sus cabellos rojizos le ayudaban a marcar su figura de mujer cruel. Una mujer que se hizo sola.
A los 14 años se quedó huérfana. A su padre no lo conoció, murió cuando ella estaba en el vientre de su madre. Su hermano falleció cuando mi abuela solo tenía 12 años. El dolor fue tan grande para su madre que dos años después murió. No aguantó perder a su único hijo hombre. Y en el fondo, creo que mi abuela tampoco.
Crecí con muchas frases de ella: “La belleza solo te trae tristezas”, “el muerto apesta al tercer día”, “los hijos de mis hijas son mis nietos, los de mis hijos están por verse”. Esta última, en especial, me producía rechazo.
A diferencia de mi hermana mayor, la primera nieta -la consentida-, yo no gocé de esa complicidad de la que ella hablaba. A mis 14 años, edad en la que mis gustos literarios y artísticos se acentuaban, mi abuela y yo empezamos a conocernos, a entendernos… El arte nos conectó. Unió nuestros mundos.
Lamentablemente, la vida no le alcanzó y dos años después se fue. El viernes 11 de octubre del 2002, la muerte no quiso esperarla más y la azotó por más de 15 horas. La vi luchar con esa entidad invencible que no puedes retar. La levantó, la estrujó, la cegó, la silenció… Se la llevó.
Recuerdo que no lloré su partida. El dolor de su ausencia llegó a los 26 años, cuando pude conocerla a través de regresiones y otras técnicas de las terapias energéticas y psicológicas. A pesar de que mi mamá siempre me dijo que yo heredé la mirada y el carácter de mi abuela, no lograba identificarme en ella. No me reconocía en ella y esto hacía que no reconozca parte de mi linaje materno. Negaba, de manera inconsciente, mis orígenes. Negaba la historia de las mujeres mi vida: Leucadia, Maruja y Edith (mi bisabuela, mi abuela y mi madre, respectivamente).
Pero, ¿qué significa negar nuestro origen? Algunos estudios en genética indican que heredamos información y rasgos de nuestras abuelas maternas. La doctora en biología molecular, Viviana Bernath, lo explicó en una columna publicada hace más de un año en el diario argentino El Clarín. Ella indica que “cuando -las mujeres- fuimos gestadas en el vientre de nuestras madres, ya portábamos todos los óvulos que íbamos a tener durante toda la vida en forma de ovocitos inmaduros. Estos irían madurando uno a uno para que (en algún momento de pasión) uno de ellos se uniese a algún espermatozoide y diera ese embrión que -luego de 9 meses- saldría a la luz como nuestro bebé. Lo maravilloso es que ese ovocito, que arrancó su ciclo en el vientre de una abuela, va a llevar algunas marcas epigenéticas que se manifestarán cuando ese ovocito cumpla todo su ciclo, o sea, cuando esa mujer que lo llevaba tenga su hijo. De ahí se explican hoy muchos de los parecidos entre nietos y abuelas maternas”.
Cuán importante es entender de dónde venimos, y no me refiero a las gastadas preguntas filosóficas. Hablo de los orígenes, de saber quiénes son o fueron nuestros ancestros. De conocer y reconocer su historia, sus miedos, sus virtudes y sus debilidades… No hablar de ese pasado es negar nuestra existencia. Es negar quiénes somos realmente, lo que cargamos y de lo que debemos encargarnos.
El psicólogo infantil y profesor de la Escuela de Salud Pública de Harvard, Dan Kindlon, dice que “un abuelo puede servir como un modelo para aprender cómo hacer frente a la adversidad y a las dificultades en la vida”.
Desde los 26 años cuando hablo de mi abuela digo que es una mujer corajuda. He revisado su historia con amor y sin prejuicios ni rencor. No juzgo lo que hizo, incluso lo que la sociedad lapidaría. Sé que vengo de una mujer llena de coraje, que no se casó con el primer hombre que la besó ni con el padre de sus hijos. Una mujer que educó, sola, a nueve hijos; cuatro mujeres y cinco hombres… Una mujer que no quería morir sola. Esta fue y es mi abuela, una de las mujeres de mi vida. La mujer de la que heredé los ovocitos que forman mi ADN. Lo que soy.