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Un costo enorme de tener un gobierno débil y en modo supervivencia fue el abandono total de la reforma de Pro Inversión. La capacidad del Estado para formular y ejecutar asociaciones público-privadas (APP) está en una situación calamitosa y es el resultado de un deterioro acumulado por años que tuvo su clímax con el escándalo Lava Jato. Así, entre el 2015 y 2017 se adjudicaron solo ocho proyectos; una caída de 50% en la cantidad de adjudicaciones por año versus la década anterior.
Una muestra de proyectos adjudicados en los últimos diez años revela que sufrieron un exceso de adendas (50% en los primeros tres años), y que el tiempo que toma el inicio de obras de una APP en el Perú está entre los más largos del mundo (¡en algunos casos casi una década!).
En resumen, las APP venían haciéndose tarde y mal, y ahora casi nunca.
Ninguno de estos problemas es realmente una sorpresa. Son el resultado de deficiencias que vienen siendo señaladas hace años por expertos y multilaterales. Por ejemplo, una misión de la agencia de APP del Reino Unido concluyó en el 2011 que el marco institucional de las APP en el Perú sufre de excesiva injerencia política, falta de planificación y priorización, procesos débiles y diseño de proyectos deficiente. Todo esto lleva a que los proyectos tengan excesivos retrasos, estén plagados de problemas y exista riesgo de captura por parte del socio privado.
Para revertir esto, a fines del 2016 se lanzó una reforma cuyo objetivo era convertir a Pro Inversión en una suerte de BCR de las APP: una agencia técnica, muy capaz y transparente. Los cambios más importantes que se propusieron fueron en gobernanza, eficiencia e integridad.
Para reducir la excesiva injerencia política se cambió el máximo órgano de gobierno de Pro Inversión, que pasó de ser un consejo directivo formado solo por ministros y que decidía sobre cada aspecto de los proyectos –imponiéndose muchas veces sobre criterios técnicos– a un directorio con 50% de independientes nombrados a plazo, y cuyo rol es velar por el buen manejo de la institución y no tanto entrar al detalle del diseño de proyectos.
Esta medida toma elementos de buen gobierno corporativo de la OCDE para fortalecer la institucionalidad de Pro Inversión, cosa que era imposible con un consejo directivo cuyos miembros cambiaban cada 10 meses (la rotación promedio de los ministros en los últimos 10 años) y cuyas prioridades eran eminentemente políticas y de corto plazo. Sin embargo, nunca se nombró a los independientes.
Para mejorar la eficiencia se eliminaron procesos burocráticos, se empoderó a los jefes de proyecto y se facultó a Pro Inversión a establecer una nueva escala salarial para atraer a los mejores profesionales del mercado a fin de crear una meritocracia. Sin embargo, nunca se le dio el presupuesto necesario.
Finalmente, se creó una unidad de integridad en Pro Inversión, que debía velar por la calidad ética de las decisiones de los funcionarios y motivar el ‘whistle blowing’, algo único en el Estado Peruano e indispensable en la coyuntura post-Lava Jato. También se abandonó.
Sin duda, la reforma puede mejorarse o se pueden encontrar estrategias alternativas. Pero en cualquier caso, urge hacer algo radical, porque, de lo contrario, las APP simplemente seguirán agonizando.
*El autor ejerció el cargo de jefe del gabinete de asesores en el MEF cuando se hizo la reforma mencionada y dirigió al equipo que la diseñó.