Por Victor J. Krebs
Tal vez sea un cliché a estas alturas afirmar que la tecnología está transformando radicalmente el mundo en que vivimos y la conciencia humana misma. Pero basta pensar en apenas un par de ejemplos cercanos para reconocer la verdad que se oculta tras el cliché. Ahí por los años sesenta, por ejemplo, viendo por primera vez la imagen de la Tierra captada y transmitida desde el espacio, el gran filósofo alemán Martin Heidegger observó que la tecnología estaba en ese momento transformando psicológica, estética y cognitivamente la relación del Homo sapiens con el planeta en el que había morado hasta entonces.
Unos años más tarde, en ese nuevo planeta en el que empezábamos a habitar, la tecnología otra vez, con la fecundación in vitro y el nacimiento del primer ‘bebé probeta’, comenzó gradualmente a cambiar nuestras ideas tradicionales sobre la sexualidad humana y la reproducción. Ya el sexo se había divorciado de la reproducción con los hippies y el amor libre en los sesenta, pero en los ochenta tecnológicamente se estaba separando también la reproducción del sexo. Y simplemente para citar otro ejemplo más cercano: hace apenas cinco años, imaginamos por primera vez en la historia de nuestra especie la insólita posibilidad de enamorarnos de nuestras computadoras.
La película Her, de Spike Jonze, contaba el cuento de un romance entre un individuo y su sistema operativo, algo que ciertamente habría sido ininteligible hace 40 años, en la época de nuestros abuelos. Hoy se hace posible, porque ya habitan en nuestro mundo estas nuevas criaturas virtuales, como Siri o Alexa, voces inteligentes que nos asisten en nuestra vida digital que podrían convertirse, quizá en algún futuro no tan lejano y gracias al progreso tecnológico (o a una suerte de entumecimiento psíquico), en posibles objetos de amor.
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La tecnología evidentemente está transformando nuestra existencia y obligándonos a hacernos preguntas filosóficas inmediatamente pertinentes, como qué constituye una ‘persona’, qué es finalmente el amor, o cuál la naturaleza de las relaciones humanas, y cómo se extienden o transforman los lazos afectivos en el nuevo mundo que habitamos. Desde todas las perspectivas, en todos los ámbitos y niveles de nuestra experiencia, la tecnología está cambiando nuestra forma de ver y vivir nuestras vidas.
Es instructivo recordar que, de acuerdo al mito, la tecnología resulta de un acto transgresor. Prometeo nos la obsequia robándoles el fuego a los dioses. Hay entonces algo titánico, es decir, desmesurado, inconsciente, arrogante en la tecnología misma; y es en virtud de esa hybris, como la llamaban los griegos, que siempre pesa una condena sobre ella, que puede desatarse como las plagas de la caja de Pandora con las que Zeus pretendía castigar al titán. Pero ese elemento titánico en la tecnología —su proclividad al exceso, su impulso a la acción sin reflexión, y su arrogancia e irreverencia— se activa, en directa proporción, al poder que va acumulando.
“Arriba como abajo, afuera como adentro”, reza un principio de la sétima ley de la filosofía hermética. En la naturaleza tanto como en la sociedad humana, vemos en nuestra época esa misma hybris. Esa energía titánica está activa en todas partes, pero más clara y evidentemente en nuestra relación tecnológica con el mundo, y en la consecuente reacción de la naturaleza frente a la crisis ecológica que hemos ocasionado en el planeta. Según los expertos, si seguimos actuando con la misma inconsciencia, las catástrofes naturales que estamos viendo —los incendios forestales, las erupciones volcánicas, los terremotos, los huracanes y tsunamis, cada vez más alarmantemente destructivos y poderosos— no serán nada en comparación a lo que enfrentaremos en apenas dos décadas. Es por eso que llamamos a esta la era del Antropoceno, porque la acción humana tiene un efecto significativo en el futuro del planeta, y quizá, más precisamente, en la sobrevivencia de nuestra especie.
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A mayor poder, mayor desmesura. La tecnología nos hace cada vez más poderosos, y los medios azuzan el fuego titánico. Más inflamables que nunca con la abundancia hiperreal del ciberespacio, donde todo se hace posible, inflados por nuestra omnipotencia virtual, regresionamos colectivamente al estado del narcisismo primario, en el que gobierna el principio de placer y se descarta la realidad. Esa es la actitud que comienza a aflorar en todas partes. Aparece el totalitarismo, que, a nivel global, no es sino el lado oscuro, la sombra del titanismo tecnológico. Aparecen Trump, Maduro, Duterte y ahora Bolsonaro, figuras como Hitler o Mussolini o Franco, es decir, la misma oscuridad apenas a cien años. El mundo está en llamas.
Como castigo por la trasgresión, Zeus encadenó a Prometeo, le envió a su águila para que le comiera el hígado de día y se regenerase de noche, solo para ser devorado otra vez la mañana siguiente. Los psicoanalistas dicen que el complejo familiar se repite hasta que alguien en el clan lo haga consciente. Y el mito otra vez puede proporcionar alguna luz. Frente al titanismo prometeico, la compensación del titán es Dionisio.
Tal vez un camino de vuelta a la sanidad no sea posible ya por la verdad ni por la ideología, sino por el sentimiento y la posverdad.
EL CASO CHILENO
Hace unas par de semanas un matrimonio chileno fue detenido por el presunto delito de “trata de personas en la modalidad de compra de niños”. La acusación era falsa. Se trataba de una pareja que había seguido un tratamiento de fertilidad en una clínica que regresaba a su casa con sus dos mellizos recién nacidos del vientre de otra mujer.
Aprendimos así de la gestación subrogada —una práctica médica, un procedimiento tecnológico en la ciencia de la fertilidad—, algo poco conocido por nosotros, cuando se implanta el huevo fertilizado de una mujer en el vientre de otra. No había delito: por haber un vacío que impedía ubicar este procedimiento dentro de ninguna práctica legal, no lo era. Así se resolvió el embrollo, pero también se evidenció que la tecnología afecta nuestras costumbres, creencias y valores.